
La chica salio como disparada por la puerta, a tal velocidad que apenas tuve tiempo de esquivarla. Para cuando pude fijarme en ella ya estaba cruzando las heras, y en un parpadeo ya se había perdido dentro del jardín Botánico, dejando solo un rastro de lagrimitas. Solo la vi de espaldas. Llevaba el pelo castaño rojizo suelto y sobre la oreja izquierda, una flor violeta. La seguí con la vista todo lo que pude, hasta que se apagó el último fogonazo de su pelo entre las plantas, y aún entonces permanecí con la mirada inmovil en el lugar en el que había desaparecido. Suspiré: Tan embobado estaba que no escuche al hombre de la puerta las primeras dos veces que me llamó:
_ ¿Juan?
_ ¿ah...?
_ ¿Juan Fernández? _ Repitío en tono de paciente llamada de atención.
_ Este...Si, perdón. Estaba medio distraído.
El hombre me escruto un momento a traves de un par de anteojos sin marco y con las patillas torcidas.
_Si, me di cuenta_ dijo burlon, y me estiró una mano _ Soy Manuel Marauda.
Recién ahí tomé un poco de conciencia de donde estaba y para que, y me apresure a estrechar la mano que me ofrecía. Era una mano enorme, que hacía juego con el resto de su cuerpo, de casi dos metros de altura y hombros anchos. Casi no tenía cuello, y la única división entre su torzo y su cabeza la proveía una corbata descolorida y mal anudada que además le quedaba corta. Su gigantesca figura la coronaba una mata de pelo castaño canoso, que dejaba entreveer unos ojos curiosos y bonachones, y una sonrisa medio torcida, enmarcada por una barba rala y sin afeitar. Por alguna razón, me hacía acordar a alguien.
_Mucho gusto, doctor.
Lo seguí por la puerta hasta un ascensor viejo en el que nos tuvimos que apretujar, y que se hundio, al menos, 15 centimetros bajo nuestro peso.
Cuando llegamos al segundo piso tratamos de salir del aparato los dos al mismo tiempo, y nos trabamos en la puerta. Lo mismo pasó en la puerta del departamento, y casi lo repetímos en la de entrada al estudio-biblioteca que oficiaba de consultorio. En esta, los dos nos quedamos esperando que el otro pase primero.
Lorena se fue llorando, de vuelta. Es casi una costumbre, una cábala. Sobre el final del turno comienza a lagrimear, y cuando ya estamos terminando y ella ya dejó su alma en mis manos, desencadena un llanto desconcertante. No es que sea un histerica, pero me lo hace siempre. Estoy comenzando a pensar que le saca más provecho a ese llanto imparable y redentor que a las sesiones en si. A ella la deja limpia de pecado, y a mi, con mis treinta años de carrera, en los que se supone que vi y traté todos los tipos de locura habidos y por haber, me deja pasmado. Todos los días.
Tiene 21 años, y hace ya tres que viene, sin falta, todos los lunes miercoles y viernes a la tarde. Siempre llega con una sonrisa de oreja a oreja, y me dice "buenos días, Manuel". Siempre se va llorando desconsoladamente. Va llorando del diván a la puerta, de la puerta al ascensor y llorando baja los dos pisos hasta la entrada. Ni bien le abro la puerta, murmura un "perdon, doctor" y se va corriendo, llorando con la cara entre las manos. Hoy no fue la exepción.
Ya estaba por cerrar la puerta y volver para la consulta cuando vi a un pibe que, rigido como un poste en la vereda, a dos pasos de la entrada, no le sacaba la vista de encima a Lorena mientras ella desaparecía del otro lado de la calle. Era un pichon de mamut, el pibe. Tendría poco más de un metro ochenta de altura y pasaba largos los cien kilos, que a pesar de estar distribuidos uniformemente por toda su humanidad, finalemente se condensaban en una inamovible panza cervecera. De una maraña de pelo marron, medio largo y sin cuidar, se escapaban dos orejas retorcidas, señal segura de que jugaba, o habia jugado al menos, al rugby, de primera o segunda línea. Capaz llegaba a los veinte años, pero criaba una barba insipida y descuidada, más propia de un adolescente que de semejante bestia. Me hacía acordar a alguíen, pero no sé a quién.Lo escuché suspirar cuando Lorena se perdió de vista. "Pobre pibe" pensé, "no sabe la que le espera".
Miré el reloj, ya eran casi las cuatro, y mi proximo paciente no tardaría en llegar. Había hablado por telefono con él la noche anterior y esta iba a ser su primera sesión. Era un pibe del interior, universitario, que no estaba muy seguro de por que venía, pero como ya no estaba seguro de casi nada, un poco de terapia no le parecía mala idea. Antes de subir, por las dudas, probé con el pibe de la entrada:
_¿Juan, ... Juan Fernández?