Todo lo que puedo hacer es leer para pasar el tiempo. Me siento, me paro, camino y me acuesto. Voy del sillón al baño y del baño a la cocina sin saber siquiera que hacia en el sillón en primer lugar. A las 4 de la madrugada la música solo es bienvenida en mis auriculares, pero ni bien empiezan las canciones tristes hasta mi cabeza la rechaza, y auriculares y música vuelan contra la pared. Por algunos segundos que parecen minutos que parecen horas me quedo tirado mirando el techo, pero ni siquiera un bicho viene a romper la monotonía con su zumbido, y por mas que la mire fijamente, la mancha de humedad no crece al ritmo que necesito que lo haga.
Quiero dormir. Quiero dormir y no puedo. Desde que me convertí en un lobo las ovejas no vienen a saltar mi cerca ni me dejan que las cuente. No las culpo, incluso yo creo que les clavaría los colmillos a la primera chance. No por hambre, mi esencia lobuna no pasa por ahí, pero estoy cansado de que me mojen la oreja, y si yo no puedo tener paz, ¿por que ellas si? Por las noches soy un animal encerrado, insomne e irritable. Acecho palabras que siempre son más rápidas que yo, y como una bestia me desquito con las pocas, inútiles, que se rezagan porque ya no tienen aliento ni para ser pronunciadas. Es la sangre de las rechazadas la tinta con la que escribo.
Cabeceo por un segundo, pero mi insomnio esta atento, y ni bien ve que cierro los ojos me pega una trompada y me despierta, y desde los pies de la cama, agazapado, se ríe. Me señala y se ríe el muy guacho. Manoteo la mesa de luz y le revoleo un libro, pero el lo agarra al boleo y lo tira a una esquina, con el resto. Los libros son mi única arma contra Don Insomnio, y aunque ni lo mosquean me ayudan a pasar el tiempo. Me levanto para ir hasta el balcón y puedo sentir como la criatura me sigue, y mientras me apoyo en la Baranda me tira de los pelos de la pierna. Amago una patada pero ni pestañea. Afuera la ciudad duerme. No hay una luz prendida, ni un auto, ni un borracho perdido caminando por la avenida que me revele que no soy la única victima. El fresco de la noche solamente me despabila. Algo duro me pega en la espalda, y ni bien me doy vuelta dos golpes mas le siguen, en el pecho y en la cara. Es el insomnio que me devuelve los librazos. Por lo menos esta vez no me apunto a los huevos. Me agacho a levantarlos (los libros, no los huevos) y me quedo mirando los títulos: el lobo estepario, memorias del subsuelo y la sueñera. Encima de todo irónico el hijo de puta. Ya no puedo más, le grito, le pido, le exijo, le imploro, le ordeno que se vaya, que me deje dormir pero el insomnio se ríe cada vez más fuerte. Entonces tiro los libros por el balcón, y antes de que me de cuenta el insomnio pasa como un rayo a mi lado y salta tras de ellos. Son once pisos de altura. Solo llegó a agarrar la obra de Hess antes de estrellarse contra el piso pero, aunque me hubiese gustado, yo no llegué a verlo: cuando el iba por el 5 piso yo ya estaba dormido.