
No soy yo mismo cuando me enojo. Pierdo la compostura y el autocontrol, y sin darme cuenta me vuelvo un animal salvaje. A veces, en los peores casos, la mente se me pone en blanco y minutos u horas después, cuando todo ya ha acabado, vuelvo en mi, aún acalorado y sin tener ningún tipo de recolección de lo sucedido. Esas situaciones son especialmente frustrantes, ya que sin saber porqué me encuentro obligado a tomar responsabilidad por mis desmanes, lo cual suele acarrearme consecuencias funestas. En cierta ocasión, cuando recobré la conciencia y el control sobre mi mismo estaba encerrado en una de las jaulas de la comisaría, esperando a ser juzgado por agresión y arsonismo, cargos sobre los que no recordaba absolutamente nada. Los oficiales de la seccional me llamaron monstruo y bestia. Incluso una mujer policía me acusó de haberla mordido.
Esa vez la saqué barata, ya que todavía era menor de edad, pero el moco lo pagaron mis viejos. Desafortunadamente, de lo que hice hoy no me salva nadie, ya que ninguno de mis arranques previos, por brutales que hayan sido, se acercan siquiera a la escena que tengo enfrente en este momento. Tal vez, en el mejor de los casos, me declaren inimputable por loco y termine mis días en alguna habitación acolchada de un sanatorio mental.
Volví en mi hace no más de quince minutos y en mitad de un grito. Un grito mío, casi un rugido. Estaba arrodillado en el piso de mi cocina. Una vena me latía violentamente en la sien y sentía la cara caliente, pero a la vez húmeda, como si me la acabara de lavar. Me llevé las manos al rostro, pero me detuve al instante, horrorizado: como si llevara un guante carmesí, mi mano izquierda estaba completamente cubierta de sangre, espesa y brillante, que subía por mi antebrazo, casi hasta llegar al codo. Mi mano derecha, en cambio, estaba lívida por la tensión con la que aferraba un palo de escoba roto, partido por la mitad, cuyo vértice parecía la punta de una estaca. Una mezcla de miedo y adrenalina me hacía temblar frenéticamente. Me incorporé como pude, apoyándome en la mesada y manchando todo lo que tocaba. “Dejando huellas”, recuerdo haber pensado, lucidamente criminal en medio del caos que me rodeaba. Por alguna razón el microondas estaba prendido. Mareado, me recosté contra la pared y traté de respirar hondo. Tenía que tratar reconstruir todo lo sucedido hasta el rugido que me despertó.
Distintas imágenes venían a mí, pero no tenían el menor sentido. En una rápida y violenta sucesión pude recordar un timbre y aullidos, tanto humanos como animales, manos que trataban de pararme y caras que pasaban frente a mí, pero demasiado rápido para identificarlas. Los movimientos eran acelerados hasta un punto imposible, y extrañamente había música de fondo. Sandro, creo. Lo último que llegué a ver fue la biblioteca que esta en mi estudio, pero un dolor insoportable se apoderó de mi cabeza, golpeándome como un rayo, y me vinieron ganas de vomitar. Arrastrándome contra la pared me encamine al estudio pero a poco de salir de la cocina me resbalé y termine en el piso de vuelta, en medio de un inmenso charco de sangre donde se cruzaban dos rastros de huellas: uno era de pisadas, e iba por donde yo había venido. El otro se asemejaba al camino de baba que deja tras de si un gusarapo, y se perdía por el pasillo que lleva a la entrada. Hacia mi despacho había un pequeño camino de gotas de sangre, insignificante en comparación con lo que acababa de ver. Era como esos juegos que vienen en lo diarios o las revistas para chicos: une los puntos y descubre la imagen completa. Por la puerta del estudio aún se veían los últimos rayos del sol de la tarde, pero una vez adentro lo que encontré era más oscuro que la noche cerrada, y aún más escalofriante. Tirado boca arriba yacía Manuel, la nueva pareja de mi ex novia. Tenía la cabeza destrozada a golpes y en el pecho un profundo agujero, más o menos del ancho de un puño, desde donde se asomaban las puntas de sus costillas rotas. Casi irreconocible, hundido en su sangre a pocos centímetros del cuerpo estaba el primer inventario de poemas de Mario Benedetti. Laura y yo lo compramos hace bastante tiempo, y el mismo Mario nos lo había firmado durante una visita a la feria del libro. Ahora tenía toda la pinta de haber sido el causante de las heridas que le abrieron la cabeza de Manuel, y no se como fui capaz de hacerlo, pero solo podía suponer que mi brazo izquierdo bañado en sangre era el culpable de su pecho perforado. Súbitamente los recuerdos comenzaron a volver.
Un timbre me había despertado de la siesta de la tarde. Cuando fui a abrir me encontré a Manuel parado del otro lado de la puerta, con su boina torcida, sus lentes sin marco y esa expresión sobradora que yo odiaba desde el primer momento en que lo vI, aquella vez en el boliche, poco después de haber cortado, cuando ella me dijo “Juan, este es mi nuevo novio” y le dio un beso. Ahora Manuel estaba enfrente mío, y me exigía no se que cosa. No lo había escuchado, estaba demasiado ocupado odiándolo, así que fingiendo un problema en el oído le pedí que repitiera. “Vengo a buscar las cosas”, me dijo y entro sin pedir permiso, casi ni me dio tiempo a apartarme. Claro, las cosas. Laura me había dicho que iba a venir, que lo mandaba a el porque ella tenía que trabajar o no se que excusa me metió. La verdad es que no se animaba a venir. Desde que cortamos que me tiene miedo, no se porque. Como si estuviera en su casa Manuel encaró para la habitación, supongo que pensando que las cosas de ella seguirían ahí, como las había dejado. Lo pare al vuelo y le dije que ya tenía todo separado en el estudio y entramos juntos. Sabía que había dejado los bártulos de esa turra en una caja y la había tirado por ahí, pero como no estaba a la vista tuve que ponerme a buscarla. Cuando finalmente la encontré y me di vuelta para dársela agarré al invasor revolviendo mi biblioteca, el único amor que me quedaba. “¿Qué mierda pensas que estas haciendo?” le dije y tiré la caja al piso. “Nada, viejo” me contestó sobresaltado “solamente estaba mirando”. En la mano derecha, que rápidamente había tratado de esconder tras la espalda, sostenía mi Inventario Uno. Me estaba empezando a enojar y le grité “Entonces, ¿Qué carajo tenés en la mano, me queres decir?” Sorprendido en el acto no le quedo otra más que confesar: “Mira, viejo (viejo, que palabra odiosa, ¿Cómo se atrevía este tipo a decirme viejo a mi?), Laura me pidió que le lleve este libro. Me dijo que le importa mucho y no lo quería perder. Como pensó que no se lo ibas a dar me dijo que lo saque cuando estuvieras distraído”. A medida que decía esto fue estirando tímidamente el libro hacia mí, ofreciéndome de vuelta lo que me había querido robar. Yo sentía la cara ardiendo de cólera, y debe haber sido en ese momento cuando perdí el control. Arranque el tomo de sus manos y, puteándolo de arriba abajo primero y directamente aullando como una bestia después, comencé a golpearlo salvajemente en la cabeza con él. No paré cuando cayó al piso, y tampoco cuando ya no podía gritar. No pare hasta que, de alguna forma, literalmente le arranque el corazón con las manos.
Ahora podía recordarlo todo, pero el conocimiento de mis actos, lejos de liberarme me condenaba. Había cruzado la última frontera que dividía la civilización de lo inhumano, lo brutalmente primal. Ya no había vuelta atrás. No para mí. Durante un par de segundos me quedé mirando al muerto de mi habitación y, mientras estaba ahí, apoyado en el marco de la puerta me di cuenta de que ya no temblaba, ya no estaba mareado. El haber reconocido a mi otra parte me había dejado extrañamente sereno. Hasta podía respirar normalmente, y es más, por la nariz, que usualmente tengo tapada por la sinusitis. Divertido, me distraje inhalando y exhalando por ella, como redescubriéndola, y recién en ese momento me di cuenta que la música que había creído oír en mi cabeza al despertarme estaba sonando en realidad. Era Sandro, sin lugar a dudas, y se sentía peculiarmente fuerte. Me reconforté al darme cuenta de que al menos no estaba tan loco como para imaginar música. Pero así y todo, ¡que música de mierda! Venía de la casa de la vieja de al lado, que siempre escucha al finado a todo lo que da, y encima la canta llorando desde que su ídolo paso a mejor vida. No me molestaría tanto si las paredes no fueran tan finas. Entonces me golpeó: las paredes finas, el camino de sangre que se perdía por el pasillo. Algo más había pasado acá. Me devolvía hasta el charco de sangre en el que me había caído, y que ahora era un desparramo de huellas y patinadas en todas direcciones. Tratando de no hacer ruido seguí el rastro de la babosa sanguinolenta por el pasillo, y casi llegando a la puerta de entrada la vi. La vieja, mi vecina, estaba tirada en el piso, como una ballena encallada en la costa. Jadeaba pesadamente y me parecía que estaba llorando. Su brazo regordete se estiraba tratando de alcanzar el picaporte, pero sus dedos ensangrentados y chiquitos resbalaban en él sin poder accionarlo. Su figura obesa estaba coronada por la otra mitad de mi escoba, la que tiene el cepillo, que sobresalía ensartada en su espalda como un arpón. Ante esta imagen pensé que yo había triunfado donde Ahab pereció, y no pude evitar que se me escapara una risita. La vieja debió escucharme, porque enseguida comenzó a sollozar más fuerte. Esta vez los recuerdos volvieron fluidamente, casi sin que los llamara.
Poco después de haber terminado con Manuel, y mientras admiraba mi obra alguien nuevamente llamó a mi puerta. Fueron varios golpes fuertes y desconsiderados seguidos de un par de timbrazos largos. Todavía en transe fui hacía la entrada recitando “Es un visitante a la puerta de mi cuarto queriendo entrar. Algún visitante que a deshora a mi cuarto quiere entrar. Solo eso, y nada más”. Abrí la puerta y frente a mi estaba la vieja, con los ojos aún rojos por su llanto ridículo y su perrito enano correteándole alrededor. Comenzó una perorata acerca de que era imposible vivir así, con un vecino que en plena tarde se pone a gritar como un condenado y golpear cosas. Sin decirle nada la hice pasar, y cerré la puerta tras ella. Es probable que en ese momento la pobre mujer notara mi apariencia y mi sonrisa extrañas, porque mientras retrocedía un paso lentamente, adentrándose aún más en mi casa, me pregunto con otro tono “¿Estas bien, nene?¿Te cortaste?¿Qué es tanta sangre?” Riendo sin darle importancia comenté algo acerca de una cucaracha gigante que estaba durmiendo en mi cama y que tuve que matar. Increíblemente esto pareció asustar más a la anciana que mi figura ensangrentada y retorcida. Le dije que valla a verla si quería, con confianza, que todavía estaba ahí, y en el momento que me dio la espalda me deslice dentro de la cocina, agarre la escoba que estaba contra la heladera y la partí con la rodilla. El crujido asustó a la vieja, que pegó un gritito agudo y, seguramente pensando que mi Gregor Samza seguía vivo volvió corriendo hacia mí. Yo la recibí descargando un violento golpe en su cabeza con el cepillo del escobillón que la tumbó en el acto. El perro comenzó a ladrar histéricamente, y tratando de defender a su ama se colgó de mi pantalón con sus dientes minúsculos. Lo alejé de una patada y golpee nuevamente a la mujer, que intentaba pararse. Caída frente a mí la vieja era un blanco aún más fácil. Hice girar el medio escobillón en mi mano y sin dudar ensarté el extremo punzante en su espalda, asegurándome de penetrar entre las vértebras. La mujer soltó un leve aullido, y su perro volvió a la carga. Esta vez lo agarré del pescuezo en pleno salto y lo llevé a la cocina. Abrí la puerta del microondas y lo metí adentro mientras el bicho trataba de morderme los dedos. Entraba perfectamente, como si lo hubieran pensado de fábrica para cocinar perritos de juguete. Supuse que cuarenta y cinco minutos a potencia máxima serían suficientes y, consciente o no de lo que había hecho esa tarde comencé a reírme a carcajadas, como una hiena.
Parado detrás de la vieja que aún intentaba abrir la puerta recordé esa risa que se había transformado luego en el gritó con el que recobre la conciencia, y que ahora volvía a subirme por la garganta, creciendo centímetro a centímetro hasta explotar en una risotada infernal. En eso estaba cuando escuche la campanilla del microondas y no pude sino reír aún más fuerte, reventando desde adentro, si se quiere, como en un aullido diabólico.
Acá termina mi relato. Estamos nuevamente donde comencé a escribir. Pero no quiero que malinterpreten estas paginas. Y esto es muy importante para mí. Quiero que quede claro que esto no es una confesión: es el paso a paso de mi última crueldad, no para hacerle el trabajo más fácil a la policía, cuyas sirenas ya puedo escuchar a lo lejos, sino para poder entenderla mejor yo, y así ser capaz de mirar de frente a mi otra parte por primera vez sabiendo lo que hice. Por que quiero que sepa que la reconozco y la acepto antes de que tire mi cuerpo maldito por la ventana para, si tengo suerte, caer sobre la primera patrulla que se atreva a detenerse en mi umbral.
H:M