martes

Resolver la vida mediante la enunciación


Resolver la vida mediante la enunciación


George Steiner dijo: “Lo que no se nombra no existe”. Yo escribo porque creo que de cierta forma esto es así. No voy a llegar al punto de declamar algo tan definitivo e improbable como “escribo luego existo”, pero si que no se puede pelear contra algo que no tiene nombre sin sentirse ya de antemano derrotado.

La vida puede volverse sobrecogedora, y no solo cuando se logra vislumbrarla en su totalidad, el mismo día a día es vertiginoso. Una hora puede ser interminable, un minuto irrepetible, un segundo decisivo. Si alcanzar la conciencia de lo enorme que es la vida es espeluznante, tratar de controlarla puede volver loco a cualquiera. Volvió loco a muchos.

Yo escribo para resolver la vida mediante la enunciación. Modestamente, desde mi lugar, desde mi vida. Con la enunciación viene el sentido y la secuencia, y la vida se vuelve maleable. El escribir me permite fragmentar y elegir, pero al mismo tiempo exorcizar y corregir, para así tal vez, con algo de suerte y las palabras correctas, poder reconocer mis errores y mis fallas antes de que se escapen del papel.

Secuencia: una letra tras otra, una palabra tras otra, renglón tras renglón, párrafo a párrafo, hasta que me quede sin páginas, como si no hubiera nada más. Y entonces, punto final, golpe mezcla de transpiración y tinta. Una pequeña marca, como la cabeza de un alfiler que fija mi existencia y la expone en el universo.




H:M

lunes

Lucille



Lucille


El brillo de una vidriera me llamó la atención. Apoyada en el piso, simulando descuido, casi tirada entre dos extremadamente caros pares de botas descansaba una vieja guitarra. Parecía una prima lejana de Lucille, Gibson ES 335, roja brillante, con el golpeador negro. Sin detener la marcha, apenas reduciendo el tranco, pasee los ojos por los bordes de su silueta, deteniéndome atentamente en las marcas de uso, los raspones, la madera levemente desgastada, y obvié olímpicamente las especificaciones técnicas que no sabía identificar. Para mí, esa era la guitarra de B.B. King, de George Harrison, de Chuck Berry y de Eric Clapton. Reconocerla era un hilo invisible que me conectaba con ellos, salvando las distancias del tiempo y el espacio.

Recorrí su cuerpo, brillante a pesar o quizas gracias a los años de uso. Me hundí con su pequeña cintura y emergí casi impulsado por el cuello, subiendo por el diapasón hasta llegar al alma y de ahí al clavijero, que dejaba escapar sus cuerdas con exceso, alocadamente. Era una belleza que hablaba un idioma que yo entendía, pero que me era imposible hablar. Era una fantasía, un sueño conmovedor, lindo de soñar. Era la certeza de que mi tacto torpe solo arrancaría quejas por su parte, lamentos, grititos lastimosos y tal vez alguna risa humillante. Al llegar a ese pensamiento no pude sostenerle la mirada y escapé, haciendo correr mis ojos sobre una de sus cuerdas, saltando desde ella de nuevo al mundo por el que seguía caminando sin darme cuenta. Mirándome detrás de la vidriera, desde el mostrador, estaba la encargada. Joven, linda y simple, torcía el cuello en una expresión entre curiosa y divertida. Al verla me sorprendí enormemente, como si su presencia ahí fuera la cosa más increíble del mundo. Aturdido como estaba no reparé en el poste de luz que se erguía frente a mi, y como venía, tratando de escapar de una guitarra, me lo llevé puesto y se me apagaron las luces. Cuando abrí los ojos estaba tirado en la vereda panza arriba y, frente a mi, a escasos treinta centímetros, estaba ella, sonriendo entre preocupada y divertida, ofreciéndome con una mano una vuelta a la realidad.



H:M