Censura, riqueza y poder
“La censura no existe, mi amor
La censura no existe, mi...
La censura no existe...
La censura no...
La censura...
La...¡ah!”
Juan Carlos Baglietto
Antiguamente, hace dos mil cuatrocientos años aproximadamente, ser censor era la culminación de una carrera política. Tener esta categoría significaba estar bien arriba en la escalera del poder romana. Claro que llegar a este lugar tampoco era tarea fácil. Para empezar, había que ser senador primero y cónsul después. Recién entonces, y solo si se era poseedor de una enorme autoridad y dignidad pública era posible candidatearse para censor. Las elecciones se llevaban a cabo cada cinco años, durante una ceremonia de purificación que incluía unos cuantos sacrificios y que culminaba con dos nuevos magistrados al servicio de la república.
El deber de los censores, entre otras cosas, era supervisar el comportamiento del público y la moral, censurando, por lo tanto, la forma de actuar. Otra de sus tareas era distribuir los cargos públicos. Como dos milenios no alcanzan para cambiar ciertas cosas, esta distribución se hacía en función del patrimonio de los individuos, convirtiendo así a los censores en instrumentos de la aristocracia, que con el senado ya metido en uno de los bolsillos de su toga, se aseguraba el control de todos los brazos del poder.
H:M