viernes

Quién decide, Quién sobra



Quién decide, Quién sobra





El aula está completamente vacía. Los bancos, dejados así por el curso anterior, están desparramados erráticamente, sin consideración alguna por columnas o filas. Proyectan cierta imagen de desolación, de movimiento que no es más. Los bancos vacíos y las bicicletas tiradas son terribles en ese sentido.

Del otro lado de la puerta, sin embargo, los estudiantes se agolpan en el pasillo, esperando entrar. Algunos están parados y fuman, otros caminan arriba y abajo por el pasillo. Hay quienes sentados entre los pies de los demás leen apaciblemente. Muchos charlan. Uno solo permanece completamente inmóvil y, asomado a la pequeña ventanita circular de la puerta, mira el interior desierto del aula.

El entiende la desolación de los bancos y ésta lo preocupa. Es como una ausencia escurridiza enredada en el pecho, entre los órganos, presionando a los pulmones y el corazón en direcciones forzadas e incomodas. Piensa que en esa aula debería haber alumnos y un profesor a punto de terminar con su lección. Está seguro, aunque mil posibilidades acuden a su mente, de que aquel vacío es antinatural. Quiere irse, faltar a clase, escaparse, pero alguien que solo vio un aula vacía entró delante de él y desencadenó el movimiento. Como una manada todos los alumnos apagaron sus cigarrillos y entraron detrás del primero. Acomodaron sus bancos en formación y se sentaron. Durante un par de segundo el rugido de las patas arrastradas por el piso llena el ambiente, que de repente parece rasgarse. El, aunque todavía inquieto, los imitó. Dios no permita ir contra la manada.

El vibrante enjambre que hasta un segundo se revolvía afuera de a poco se aclimata y tranquiliza. Ya no vibra, apenas si se revuelve en el asiento. Entra el profesor con el saco en una mano y el maletín en la otra. Entra sin solemnidad ni elegancia, sin emoción, pero mientras se acomoda en el escritorio, de espaldas al pizarrón, las últimas voces se apagan. Ahora solo queda el rumor de decenas de dedos recorriendo cuadernos, buscando la página, de manos revisando mochilas, seleccionando y descartando elementos. Todo esto a la vez y el profesor que saluda, que dice “Buenos días” y “¿en dónde nos quedamos?”. Los sonidos se van extinguiendo. Alguien carraspea, otro tose, y la clase empieza.

El estudiante de la puerta, el nervioso, ya se ha tranquilizado. Ya es una oveja más. Ya es una abeja más. En ese momento en el que la duda desaparece, cuando el miedo deja de existir y la inquietud se pierde en la conformidad, también desaparece él. Desaparecen todos. El aula nuevamente está vacía, desolada. Los bancos libres se quedan solos con su respectiva ausencia y, agrupados en rondas de distintos tamaños debaten acerca de sus ocupantes perdidos.


En algún lugar una bicicleta súbitamente sola pierde el equilibrio y cae rendida al suelo. Lentamente sus ruedas dejan de girar.




H:M




miércoles

Me Voy


Me voy




El bolso hecho,
la ropa guardada,


La yerbera llena,
el termo con agua


Los libros en la mochila

Las lapiceras con tinta azul
y negra,
y el cuaderno a mano
ávido.



Me voy.




H:M