Año Nuevo
Eran casi las ocho cuando decidí volver a casa. Siete y media, ocho menos cuarto, más o menos. Como siempre en verano, el sol seguía alto en el cielo, apenas atenuado por las nubes. En verano en la playa la noche no llega hasta tarde, hasta después de las nueve o las nueve y media, y uno solo sabe que es hora de cenar o de acostarse, de dejar la costa, porque está más acostumbrado a mirar su reloj que el cielo. En fin, a las siete y media parecía que aún faltaban horas para el anochecer, pero así y todo decidí volver a casa. No me esperaban para comer hasta cerca de las diez de la noche, pero supuse que si volvía a casa temprano podría bañarme y cambiarme sin apuros e incluso llegar antes para ayudar a los chicos con el fuego. Íbamos a hacer medio cordero al asador, lo cual nos iba a tomar unas horas. Pero no había apuro, podía bañarme y cambiarme tranquilo, e ir caminando y llegar antes de que siquiera hubiesen terminado de preparar el cordero para el asador. Era un lindo cordero, pequeño y joven, así que si lo cocinábamos con cuidado la carne iba a ser muy tierna. La clave era no apurarse. Si no nos apurábamos con el fuego o con la cocción la carne iba a ser tan tierna que se desprendería limpiamente del hueso.
Antes de entrar al baño me despedí de mis padres y mis dos hermanos. Ellos iban a recibir el año nuevo en la casa de mis abuelos, en Trelew. Sin esfuerzo podía imaginarme claramente cómo iba a ser su noche. Todos los años es igual: pavo frío y arrollado de pollo con pasas de uva, para comer, y panqueques primavera y ensalada rusa; y helado de postre. Seguramente después de comer tratarían de ignorar que cada años e conocen menos y hablarían de trivialidades, de muertos amigos o conocidos y derrapes del vecindario. Mi abuelo se pasaría levemente de copas y se pondría melancólico o susceptible. Más cerca de la medianoche comenzarían las supersticiones de las doce uvas y el brindis con la mano izquierda y mirando a los ojos para evitar la mala suerte. Y a la una y media, después de las felicitaciones y formalidades de costumbre cada cual se iría a su casa. Lo sabía de antemano, todos los años es igual.
Cuando salí del baño y me cambié apenas si eran las ocho y cuarto. No había necesidad de apurarse. Saqué un champagne del congelador y encontré una botella de vino tinto sobre el placard de la habitación. Nunca me gusto el vino, pero confié en que al resto le parecería un buen detalle. Ya lo disfrutarían ellos, yo prefería limitarme a la cerveza, quizás una copa de champagne a las doce y nada más. Busque en la cocina una buena bolsa donde llevar las botellas, pero ninguna parecía confiable y no quería arriesgarme a que se desgarrara en el camino, así que salí a la calle con una botella en cada mano. Eran las ocho y media. En la costa aún había gente aprovechando la última hora de luz. Estaban refugiados detrás de paravientos y sombrillas, pero parecían felices. Incluso había alguno todavía en el mar, jugando con las olas en la rompiente, aprovechando la benigna calidez de la tarde. Verdaderamente era una tarde hermosa. Yo veía todo a través de una película anaranjada que daba al paisaje un aspecto aún más cálido. El sol ya no se veía, estaba del otro lado del pueblo, poniéndose lentamente sobre el codo que hace el río antes de llegar al mar. Seguramente fuera un atardecer hermoso sobre el río. Una mezcla de colores hermosa: violetas, rojos, amarillos y azules arreglados armónicamente en torno de un sol naranja y brillante como la yema de un huevo. Seguramente es un atardecer hermoso, recuerdo haber pensado, y sonreí contento mientras me alejaba caminando despacio. No había ningún apuro.
El atardecer sobre el mar también era una visión esplendida, aunque menos deslumbrante, como un cuadro que amamos y no nos cansa nunca, aunque lo veamos todas las tardes. El cielo era de un celeste pálido y uniforme. Solo a lo lejos, hacia la desembocadura del río, el cielo adquiría un color entre rosado y amarillo, extremadamente cálido y brillante. Allí las nubes eran de un rosa vibrante y se extendían sobre el celeste pálido formando surcos desordenados y manchones desparramados al azar, como lunares en un rostro hermoso. También las primeras estrellas estaban apareciendo en el cielo aún claro y todo en conjunto formaba una imagen bella y muy relajante. Si logro acordarme, me dije, tengo que escribir este atardecer.
H:M