De
pescadores y niebla
“Domingo 32 de otoño -
este cuarto que no eligió
este mundo que no es el suyo
y estos ojos desconocidos que la miran
que la buscan,
y aseguran conocerla.
Acá la niebla....
Mas allá, también la niebla.”
- Agarrate Catalina, La niebla
Camino por la calle pensando en cuanto me
incomodan los zapatos. Camino y observo el lunes en su plenitud. La mirada de
las personas es gris. Todos tienen el fin de semana en la cabeza, a esos otros
que eran y ahora ya no son. Todas las miradas son iguales hasta que te veo.
Como en las películas un rayo me fulmina, y ahora mi mirada es la tuya.
Nos conocemos, o
al menos nos conocimos en algún momento. Veo en tus ojos el esfuerzo que haces
para ponerle un nombre a la cara. No vas a poder: esta cara es una sombra. Este
cuerpo, esta ropa, todo es parte de la niebla. De esta, de lunes húmedo, de
otoño a las nueve de la mañana, o de la otra, irrevocable, que el tiempo
asienta en la memoria.
Puedo verme como
vos me ves. Ibas caminando por el bosque y de repente viste un árbol y te
sorprendiste. Es esperable. Nadie sospecha la individualidad del otro (a veces
ni la propia) durante el horario de oficina.
Te agarrás de lo
que sea para adivinar mi identidad, pero te lo adelanto: Yo no soy estos zapatos
empapados del agua que la lluvia de la madrugada encharcó en el hueco de una
baldosa rota. No soy esta figura encorvada, achicada sobre si misma para
protegerse de la humedad. No soy esta alma en pena que con la cabeza gacha se
prepara para otro azote divino. No te esfuerces, no soy el que conociste. Que
no te avergüence haberme olvidado. Era esperable. Quedate ahí, en tu esquina.
Vos estás de un lado del tiempo y yo del otro. Ahorrémonos el disgusto de
mentirnos.
Y sin embargo, esa
cara. ¿De dónde sale esa emoción? Pareces un pescador que recoge la línea
pensando que era un pique el tirón que cortó la tanza, y que se apura por
acortar la distancia con la decepción de descubrir que del otro lado ya no hay
nada. Que hay menos que antes.
Pero esa cara me dice
que estás a punto de cruzar. Cuidado con el charco, entonces. Te lo dije.
Apurate que ya corta el semáforo. Yo te voy a esperar. Voy a simular la misma
curiosa alegría. Voy a darte una oportunidad.
Ya cruzas la calle
a grandes trancos. Ya levantas un brazo, como para confirmar que me
reconociste. Como para detenerme en el lugar, como si fuera un colectivo o un
taxi que en un segundo se va para siempre. Ya levantas el otro brazo y me lo
veo venir: el abrazo titubeante, que por no querer ser frío es más largo de lo
que el protocolo y la comodidad dictan.
Vi esta misma
escena en incontables películas, en blanco y negro y a color, ninguna más
artificial que esta vida nuestra. Y así es, exactamente. Todo va de acuerdo al
guión hasta que de repente me agarrás de los hombros y me mantenes así, a un
brazo de distancia. Me miras fijo y te reís (¿De qué? ¿De qué carajo te reís?).
Un segundo más y me palmeas la espalda, y todavía sonriendo me decís:
¿Viste?
Yo seré un pescado más, pero en esta laguna todavía hay pique.
Hache Eme


