
Pochola era una vieja, que aparte de chusma, era bruja. Andaba por los ochenta, y si bien quizás era más chota que Cachabacha, también era más temida por los chicos de Parque Chas, el no menos temible barrio en el que vegetaba.
Su rechoncha figura ya era de por sí repelente: era más ancha que alta, como un trompo, un trompo bien feo. Sus cortos brazos terminaban en dedos gordos como chorizos, y no menos grasosos. Por suerte, sus minúsculas y desagradables piernas permanecían tapadas por el único vestido mugriento que usaba, siempre acompañado por un deshilachado chal del paleolítico. Sus cachetes llenos de verrugas y sus ojos chiquitos y malignos, apenas separados por una nariz de chancho, coronaban su funesta figura.
Sin embargo, lo realmente aterrador era su fama de hechicera. En las charlas de los muchachos nunca faltaba algún chisme sobre la Pochola y sus caprichos, ya que era ampliamente conocido su macabro gusto por gastar chocarreros chascos mágicos. Con esto no me refiero a sacar conejos de chisteras, o hacer desaparecer a algún chambon con un truco chanta; No, a la Pochola le gustaba chorear almas, y, en la medida de los posible, almas de niños chuiquitos.
El trámite en cuestión era bastante simple, e incluso ridículo: un simple chirlo en la nuca con su chancleta embrujada bastaba para chuparle el espíritu a los chicos que despreocupados pasaban jugueteando a su lado. De esta forma, los niños quedaban chiflados, condenados por siempre a una vida chata, sin emoción, sin risas o llanto.
La hechicera, por su parte, quedaba satisfecha, libre para marcharse a su casa (que más que casa era una cucha), vaciar su chancleta en la pequeña caja de machimbre con tachas donde desde siempre guardaba la esencia de sus muchas, muchísimas víctimas.
La cosa no termina acá, ya que la muy sádica luego se tiraba en su despedazado colchón lleno de chinches y, mientras comía como chancho, se dedicaba a zarandear su pequeña cajita de almas, haciéndolas chillar al unísono, y llenando el pequeño ambiente con un lúgubre gemido ensordecedor, el cuál solo era opacado por las horribles carcajadas de Pochola.
Mientras tanto, Pocho tenía que soportar este bochorno en silencio. Pocho era el supuesto esposo de Pochola. En realidad se llamaba Alfredo, pero la vieja lo había rebautizado cuando lo adoptó (secuestró) para convertirlo en su pareja para esta generación. Contra su voluntad había sido enganchado por la bruja hacía cuarenta y ocho años, y era su sirviente desde entonces. Otrora un macho cabrío, hoy Pocho se limitaba a limpiar la cochina casa en la que se encontraba confinado, y a fumar un pucho tras otro, esperando algún día espichar de cáncer de pulmón.
Así Pocho echaba a perder su vida, hasta que una noche no pudo más. Había tenido que soportar una especialmente larga y horrible sesión de chillidos fantasmales, y su paciencia ya estaba hecha añicos. Casi inconcientemente, más guiado por la locura que por otra cosa, tomó la olla en la que estaba hirviendo aceite para las papas fritas que su mandamás le había exigido para la cena, y marchó hacia la habitación en la que Pochola se encontraba echada sacudiendo su cajita de machimbre y tachas. Sin dudarlo, y sin darle tiempo de gritar o preferir algún embrujo, Pocho linchó a la vieja: le vació la olla encima, y acto seguido le acható la capocha a cacerolazos.
La bruja quedó ahí, muerta y friéndose, y Pocho, siempre callado, agarró la cajita y la revoleó por la ventana hacia la calle, donde al caer se abrió con un chasquido, liberando a sus prisioneros.
Esa noche muchos chicos recuperaron sus almas de repente, y el ahora libre Alfredo descorchó un champagne barato y se emborrachó como nunca había hecho antes. “Chau guacha”, dijo, y se desmayó en el piso mugriento.
Harry Marauding