viernes

Monigote




Monigote


Cipriana se saca los auriculares y abre la puerta, pero hasta ahí llega. 
A primera vista todo sigue igual. Los muebles están en orden y no hay más cosas tiradas en el piso de las que ella dejó así antes de irse. Nada se mueve, nada hace ruido, pero hay algo, no sabe que, escondido en el cuarto que se extiende frente a ella. Ese sentimiento la agobia y la mantiene clavada en el umbral, con la mano aun en el picaporte y la mochila a medio camino del piso.

Los últimos rayos de sol de la tarde aprovechan la puerta abierta y también se asoman a ver. Rodean a Cipriana y recortan su figura en el piso y las paredes mientras ella lentamente recorre la habitación con los ojos, rastreando un cambio, lo que sea. Se detiene fugazmente en los posibles escondites, en las sombras de los rincones y los ángulos ciegos. Busca señales de movimientos inusuales y duda de la posición de cada uno de los bártulos que han quedado tirados por ahí. Comienza a desesperarse. “Estoy segura de que yo no dejé esa taza en la mesada.¿Porqué está prendida la computadora? ¿Qué hace la cartera ahí, con el cierre forzado de par en par, como un animal abierto en canal?” Cada una de sus sospechas tiene una explicación perfectamente lógica, y ella lo sabe, pero no puede encontrarlas en el desorden que se ha vuelto su cabeza. 

“Respirá profundo” dice y se obliga a obedecer. “Calmate”. 
De a poco las cosas vuelven a su lugar y la amenaza retrocede hacia algún punto oscuro de su mente. Con la mano todavía en el picaporte y dispuesta a cerrar la puerta al menor indicio de amenaza, Cipriana vuelve a investigar la habitación. Esta vez lo primero que salta a la vista es el viejo muñeco de trapo que su hermana trajo a la casa hace unas semanas. No entiende como no lo vio la primera vez. Nadie lo ha tocado desde que lo colgaron de una viga del entrepiso, y ahí sigue, sentado en su ridícula hamaquita, meciéndose casi imperceptiblemente y con la mirada vacía perdida en algún punto de la pared. Nada ha cambiado.  Pero si todo sigue igual ¿Por qué este súbito escalofrío? ¿Por qué la piel de gallina y la duda que la paraliza? Sin moverse de su lugar lo mide. Observa los detalles que tanto le llamaron la atención cuando lo vio por primera vez. Tiene algo ese monigote que no deja de llamarle la atención.

El muñeco cuelga laxo en su esquina, con la cabeza ligeramente doblada sobre el cuerpo. Su pelo desordenado de lana azul ensombrece a medias la cara que ella conoce de sobra. Sabe que allí detrás se esconden los opacos ojos celestes, la ineludiblemente redonda nariz roja y esa extraña mueca, eternamente a medio camino entre una sonrisa y un suspiro. No se movió. No puede haberse movido. Sentado en su hamaca está tan quieto que parece mantener la respiración, como esperando que su dueña se decida: adentro o afuera. Adentro o afuera. 
La inmovilidad del muñeco la pone nerviosa ¿Seguro que no esta ladeado? ¿Se habrá patinado? Dejó la ventanita de la cocina abierta, quizás el viento…Trata de adjudicarle la causa de su inquietud a toda costa, pero no puede identificar el problema. El monigote simplemente lo disimula demasiado bien. 

Cipriana ya perdió la cuenta del tiempo que lleva así, con un pié adentro y el otro afuera, pero ya no puede dilatarlo más y, resignada, finalmente se zambulle. Da el primer paso con los ojos cerrados, como si fuera un salto de fe, e inmediatamente la normalidad la sigue, invadiendo ese territorio que había sido inhóspito un segundo atrás. 

Respira profundo y sonríe. El mundo que conocía ha vuelto a existir.
 Patea la mochila a un lado y deja las llaves sobre la mesita de luz. Mientras se saca la campera le dedica una mirada más al muñeco e incluso se voltea una última vez para vigilarlo de camino a la cocina. Aquella inquietud de hace un instante se ha diluido, pero aún queda un rastro que alcanza a escaparse entre sus labios. “Todo está demasiado silencioso” dice y entonces se da cuenta. Clemente, su gordo gato atigrado, no fue a recibirla a la puerta. Se siente ridícula al darse cuenta de que todo ese miedo era consecuencia de una falla en la rutina. Algo que se repetía todos los días y que de repente no lo hizo casi la vuelve loca. Avergonzada, llama al gato un par de veces, pero esté no aparece por ningún lugar. Sin embargo ahora tiene a flor de piel todas las explicaciones de la razón reconquistada y enseguida se dice que debe haber salido por ahí, que la ventana estaba abierta y todas las gatas del mundo del otro lado del cristal. Por fin más relajada, entre a la cocina y se olvida.

En su esquina del living el muñeco escucha como la cafetera se pone en marcha. Siempre inmóvil, sigue con el oído a Cipriana mientras ella va de una habitación a la otra, y solo cuando siente a la puerta del baño cerrarse entre ellos afloja lentamente su mano de trapo, dejando caer un manojo de bigotes de gato. Suspira: esta vez casi lo agarran. 

Hache Eme


lunes

Virginia decide matar




Virginia decide matar


 "Chupala, Coelho"

Virginia es menudita, simpática y bonita: nadie va a sospechar de ella. La posibilidad de que alguien la culpe de lo que está a punto hacer (y de hecho llevaba semanas planeando) es tan remota que podría haberlo comentado abiertamente y nadie la hubiera tomado en serio. Lo habrían tomado como una broma más, otro de sus arranques de personalidad, como los insultos que a duras penas puede tragarse durante las horas de trabajo. Sus compañeros se divierten cuando la ven ponerse roja y achicar la cabeza entre los hombros, intuyendo ese “la concha de la vaca” que quiere salir y no puede. A los ojos del mundo es inofensiva.
Nada es en serio cuando ella habla; sus amenazas caen en saco roto. Al lado de los monstruos y bichos raros con los que cursa y se junta, como yo mismo, ella es, o parece, un ángel puteador. Quienes más la conozcan dirán otra cosa. Van a mencionar un temperamento insospechado y un poco cascarrabias, pero nada serio, nada preocupante.
Este es justamente el tema.
Simplemente se cansó de que todo lo que diga sea un chiste. Que se rían de sus amenazas la avergüenza y desmerece su furia. Esta es la razón por la que ya desde hace unas semanas, disimuladamente fue comprando veneno en distintas farmacias, siempre en pocas cantidades,  para que no le hagan preguntas.
También por esto fue buscando distintas recetas de tortas, tartas y bizcochos, todos los suficientemente dulces como para tapar el amargo sabor de los tóxicos.
De a poco los fue probando en animales: lo hacía migas y se lo tiraba a las palomas o lo dejaba en algún rincón de una plaza, al alcance de perros y  gatos hambrientos. Al principio ni se acercaban, ya que el olor del veneno era tanto y tan puro que los ponía sobre aviso a un kilómetro de distancia. Con el tiempo, sin embargo, fue perfeccionando la dosis y los bichos empezaron a aparecer muertos, hinchados, verdosos y con la lengua afuera.
Supo que estaba lista cuando por error un vagabundo se comió la porción de algún perro. Ella misma encontró el cadáver una mañana, mientras iba a la facultad, pero ese cuerpo retorcido por el dolor y con restos de torta aún en la mano no le movió un pelo. En cambio sonrió un poquito, como cuando finge escuchar lo que le dicen, y empezó a afinar los detalles para el siguiente lunes. Es decir, Hoy.
Yo, compañero y narrador, por esta doble naturaleza que me da el ser  autor de estas líneas, lo se todo. Conozco su plan.  Mientras nos repartimos entre los asientos, en ronda, como todos los lunes, la veo sonreír emocionada, achicando un poco los ojos. Sabe que nadie sospecha nada. Yo, con escribirlo, así lo dispuse.
Es el momento de la verdad.
Vamos entrando en calor entre chistes y saludos, con los comentarios de la semana en que no nos vimos. Alguien saca un paquete de galletitas, yo preparo el mate. Virginia, al lado mío, abre la mochila y saca un gran tupper plástico.
“Traje torta” dice, disimulando su alegría.
Todos se sirven. Yo le paso el mate y ella guiña un ojo.



Hache Eme