miércoles

Desequilibrio



Desequilibrio



No se porque me pongo a escribir en un McDonalds. Solo en una mesa simple, atrás del todo. Me vine hasta acá con mi gaseosa y mis papas chicas siguiendo nos e que impulso que me decía que así tenía que ser, que los escritores escriben solos y alejados, en una mesita aislada en la parte más oscura de un bar bien rustico. Harto se que esto no es un bar, y que mi coca dietética no es un whisky, ni siquiera un café. También se que al haberme venido hasta la mesa apartada del fondo me alejé de la ventana que da a la calle, la cual era la única cosa que me ayudaría a pretender, aunque sea, que esto no es un McDonalds. Además, resulta que la mesa mas alejada, tan misteriosa y sensual en mi cabeza, viene a ser, en la realidad, la que esta entre los baños y la puerta de servicio, esa que dice “privado”.

No se porque pensé que iba a poder escribir en un Mcdonalds. Incluso en las películas yankees más malas los intentos de escritor se enclaustran con sus laptops en un Starbuck, o alguna de esas cadenas de cafeterías sobrevaloradas que abundan por allá. Nadie escribe en un McDonalds, pero no me gusta el café y no tengo una laptop, la cual, al parecer, es un requisito obligatorio para escribir en Starbuck. Así que acá estoy, con mi coquita y mi cuaderno espiralado, escribiendo. No dándome por vencido, a pesar de que es imposible escribir entre nenes que gritan y viejas que reclaman descuentos a las empleadas desinteresadas mientras les blanden un cupón recortado de algún diario en la cara. Sigo exprimiendo la pluma a pesar de la espantosa música de fondo y las conversaciones ajenas que me taladran la cabeza. Ahora ya se que a la rubia de la mesa de enfrente se avergüenza de que le guste un amigo de la morocha con falda de jean que la escucha, o que los tres flacos que están atrás mío rinden mañana un final de microbiología, y, por lo que escucho, están hasta las bolas. También se que al tipo de traje y corbata que se hace el galán unos metros más allá conoció a una mina facilona en un boliche ayer a la noche. Si quisiera aguzar el oído me enteraría sin problemas de su talla de corpiño y de cómo tiene desparramados los lunares por el cuerpo.

Por todas partes llega el ruido, la información más variada se entrecruza en mi cabeza mientras me concentro en seguir escribiendo, sin pensar, y en contener ese infarto cerebral que amenaza con fulminarme de un segundo a otro.

Sin embargo, en algún lugar detecto al silencio como un oasis. ¡No lo puedo creer, hay alguien en este lugar que no vocifera su vida como si el payasito ridículo ese tuviera un titulo en psicoanálisis!

Tengo que saber quien es.

Entre oración y oración levanto los ojos y fugazmente busco a mí alrededor antes de volver a mi febril narración. ¡Creo que hace mucho que no estaba tan emocionado! Es casi patético y definitivamente risible, pero en este momento esta búsqueda es lo único que me motiva a seguir escribiendo. Yo soy un poco extraño de por si, pero a quién me vea en ahora debo parecerle en verdad desequilibrado: doblado completamente sobre mi cuaderno, desparramando chorros de tinta renglón tras renglón, escondiendo mis anotaciones y a mi mismo tras mi brazo izquierdo, hasta que de repente me detengo en seco y alzo mis ojos por sobre mi antebrazo, buscando ese bendito silencio que me elude, entonces frustrado suelto una blasfemia y me vuelco de nuevo al cuaderno, más frenético que antes. Y la gente me mira.


H:M

lunes

Cortitos y al Paso


Cortitos y al paso


Plaza Italia.


El otro día estaba tomando unos mates en el puesto de Susana y Juan, mi pareja de libreros amiga, cuando se acercó un hombre mayor caminando con pasos largos y lentos. Llevaba un traje añoso y gastado, pero que rodeaba al anciano con cierta aura bohemia, acentuada quizás por los parches en los codos, la bufanda larga, que rozaba el cinturón, y los lentes bifocales. Tenía la barba prolijamente recortada y el pelo gris recogido en una colita. Sin despegar las manos que parecía tener atadas en la espalda se inclinaba entre los anaqueles, murmurando cosas incomprensibles y reconociendo a los libros sin mirar tapas ni lomos, valla a saber uno como.

Susana me pasó un mate preparado en la tapa del termo y haciendo gala de su capacidad como vendedora se dirigió al hombre muy amablemente:

“Hola señor ¿Lo puedo ayudar o está buscando algo específico?”

El señor, que en ese momento estaba tan doblado sobre uno de los estantes que parecía pasar los libros con la nariz, se enderezó despacito y con una leve sonrisa en la boca le contesto majestuosamente “tezorosh, mi niña, tezorosh”. Juan y yo nos miramos entre asombrados y divertidos, y Susana, asegurándose de que el anciano estaba de nuevo inmerso en su estante nos hizo una mueca, levantando una ceja y estirando los labios, dejando entrever en el medio los dientes apretados. Ya estábamos medio tentados cuando el viejo se volteó de repente y dijo “Mi niña ¿Tienesh algo de Florenshia Bonelli?”.


H:M


H es Mudo



H es Mudo



umor, sin hache

o bien

hamor,

con hache


ácido siempre así


se presentan a mi

ridículos

e inventados

nunca solos

siempre mezclados

nunca puros

siempre manchados



H:M

martes

Hombre Muerto


Hombre muerto


Dos hombres se encuentran en una esquina. Un farol ilumina la noche. Hace frío. Mucho frío. Uno de los hombres se detiene junto al farol, saca un cigarrillo y mientras se acomoda el sombrero comienza a fumar. El otro hombre lo mira. Tararea un tango y espera. Los dos se miran y esperan.

El hombre del cigarrillo tiene barba completa y una expresión estoica. Más que fumarlo pareciera que lo que hace es morder el cigarrillo. Cada tanto puede verse como aspira el humo y sin inmutarse luego o deja salir, abandonándolo para que su nube gris lo envuelva. La sombra que el ala del sombrero proyecta sobre su cara y la espesa atmósfera de humo en la que se esconde hace que sea muy difícil discernir sus facciones. Sus ojos son invisibles, apenas si se pueden adivinar perdidos en esa tiniebla casi impenetrable.

El otro hombre esta terriblemente nervioso. El sudor que perla su frente es evidente bajo la tenue luz del farol, y lo delata inequívocamente. Trata de disimularlo impostando ligereza en su manera de silbar, pero es un pésimo actor y no puede controlar su cuerpo: una pierna le tiembla irremediablemente y sus manos solo dejan de refregarse para viajar hasta su cabeza y reposarse unos segundos sobre su escaso pelo rubión. Los ojos son lo peor. En ellos puede leerse sin problemas un terror que amenaza escaparse por su boca en un gemido lastimoso.

Cada segundo que pasa en el que el hombre de la barba permanece indiferente es una gota más de sudor que corre por la frente del pelado.

“Entonces ¿Qué vas a hacer?” Es el barbudo el que habla. El pelado no contesta, pero el temblor de su pierna ya es irreprimible. Como por reflejo mete la mano derecha en el bolsillo del impermeable, mientras gesticula con la izquierda, como queriendo agarrar una palabra que flota frente a él y lo esquiva. La nube alrededor del barbudo se hace cada vez mas espesa. Donde solía estar su cabeza solo se ve la braza del cigarrillo que se enciende y apaga, y apenas la silueta de un rostro que ahora es indefinible. Dentro de los bolsillos de su sobretodo sus manos se convierten en puños. Por un segundo un brillo frío parece señalar el punto perdido en la negrura en el que solían encontrarse los ojos del barbudo. Es un brillo horrible, un chispazo de muerte.

Finalmente el pelado logra articular, y escupe una frase tartamudeada en la que cada silaba se golpea con la que le sigue, como un choque en cadena. “Notieneporqueterminarasí.Tenésotrasopciones.Nomehagasesto”

“No hay más opciones. Cuando el viejo vino con el maletín cargado de billetes vos lo escuchaste tan bien como yo. La deuda se tiene que pagar de una forma u otra. Hoy se vence el plazo y la plata no está. No hay excusas. Si viniste es porque sabías como iba a terminar, así que ahora calmate y parate derecho. Secate las lagrimas. Sos mi mejor amigo, y no quiero que mi última imagen tuya sea así de patética.” Después de decir esto el barbudo no volvió a hablar, y durante un minuto interminable en la calle solo se escucharon los sollozos sordos del pelado.

El humo del cigarrillo los envolvía a los dos. El “clack” del revolver amartillado se escucho sobrenaturalmente nítido en contraposición al estallido acallado por el largo y cilíndrico silenciador que prolongaba el cañón del arma. Un cuerpo se desplomó tras el manto de neblinas, y un cigarrillo rodó por el piso hasta apagarse mientras a lo lejos se perdían los sollozos en la noche.



H:M

domingo

La fuga del paralítico en Bicicleta




La fuga del paralítico en bicicleta


Dedicado a Antonio Sproviero, el abuelín, a un año (y cinco guitas) de que cruzara la calle.

El día que mi abuelo murió me negué a ir al velatorio. Fui a ver a mi abuela a su casa, la abracé, saludé a mis tíos y con los primeros relámpagos de una tormenta que se acercaba me marché. En la calle las nubes no dejaban pasar la poca luz que quedaba, y la gente, por las dudas, ya caminaba apretándose por debajo de las cornisas y los toldos. Indiferente al resto del mundo, caminé sin apuro, oliendo la humedad del aire y sintiendo la electricidad del cielo juguetear en las yemas de mis dedos y escaparse.

No me sorprendí cuando, llegando a la esquina, vi a mi abuelo parado cerca del poste, en pijama y pantuflas, con las manos cruzadas atrás de la espalda y balanceándose lentamente sobre sus talones. Me estaba esperando. Cuando me vio venir sonrió casi sin curvar la boca, pero dejando que se asomaran los dientes entre sus labios finos. “Babelitus” dijo, “¿Vamos?”. Caminamos juntos, lento, obviando a la gente que nos corría al lado, en todas direcciones, huyendo de la lluvia. El iba solo, pasito a pasito, si, pero sin ayuda. Apenas se agarraba de mi hombro, menos para mantener el equilibrio que para hacerme sentir con su peso esa presencia. Mirando sus pies empantuflados se me ocurrió que nunca lo había visto saltar, ni correr. Los últimos años me habían hecho olvidar que siempre tuvo los pies sobre la tierra.

Hablando bajito me recordó como eran los años antes de la enfermedad, ese tiempo en que yo era chico, el un poco más joven y todos mucho más que la suma de las partes. Fuimos retrocediendo desde el último año nuevo que festejamos en familia: los almuerzos en el negocio, los partidos de chinchón, las vacaciones en Córdoba, el casamiento de mi tío, el de mi tía, su viaje al sur ese verano cuando yo todavía estaba en la secundaria, esa vez en el 97 en que compartimos departamento en Villa Gessel y cada una de las navidades en las que mi familia se permitía viajar a Buenos Aires. Le hice acordar de aquella vez en playa unión, cuando nos mandaron a comprar fiambre y estuvimos a punto de volver con un balde de 50 litros de aceitunas; y el cantito con el que le contestaba a mi abuela cuando esta lo cagaba a pedos: “Voce nao tem problema”, con la a final alargada: “problemaaaaaaaaa”.

Se rió hasta quedarse mudo cuando llegamos al cumpleaños de cuarenta de mi viejo. Mi mamá, decidida a hacer un espectáculo del evento, había organizado una fiesta sorpresa en un salón de la ciudad. Entre los muchos invitados estaban él, mi abuela y mi tía, sorpresas dentro de la sorpresa, especialmente venidos todos desde Lomas de Zamora para la ocasión. Esa noche mi papá llegó engañado, y cuando abrió la puerta del local y lo sorprendieron la música estruendosa y los reflectores, fue mi abuelo el que le salió al paso y, servilleta en el antebrazo e inclinación de cabeza incluida, lo recibió con un “Buenas noches señor ¿Tiene reservación?”.

Con un leve apretón en mi hombro me hablo de cuando yo era bien chiquito, de cuando nací. De cómo esa fecha le había hecho ganar a la quiniela y de como había repartido entre la familia toda esa plata que le vino de arriba en un impulso que le vino de adentro. Me habló de un montón de cosas que me hicieron reír y me impulsaron a seguir caminando, por eso me tomó por sorpresa cuando vi que reducía el paso. Estábamos llegando a una nueva esquina, y en ésta supe que a él le tocaba cruzar. Parados, casi en el borde, nos quedamos mirando al otro lado. Lentamente fue retirando su mano de mi hombro y su peso de mi espalda, y cruzó la calle sin darse vuelta ni mirar a los costados. Recién en la otra esquina se volvió y se largó a reír, a carcajadas, hasta quedarse mudo. Al final gritó algo que no pude escuchar. Después abrió el semáforo y lo perdí entre los autos. Me pareció que se iba pedaleando.

H:M