
Don José se levantó a mear a las tres de la madrugada. En el apuro se dejo los lentes en la mesita de luz, y si llego al baño con una pantufla puesta fue porque a último momento se acordó de que el piso a estas horas esta helado. La otra pantufla, cabe aclarar, salio despedida con el envión de la urgencia y acabo escondida debajo del sillón, medio tapada por una camisa usada. Ya aliviado, se acomodó los calzones y mentalmente le hizo un corte de manga a los pañales para adultos que su hija le había comprado después de su último accidente nocturno, y que nunca, nunca iba a usar, aunque se despierte mojado todos los santos días. Trató de mirarse en el espejo, comprobar si estaba tan viejo como lo hacían sentir, pero sin los anteojos lo único que veía del otro lado era un manchon amarillento que fruncía lo que tendrían que ser sus ojos, en una expresión que Don José creyó que era de asco. Puteando se fue de vuelta a la cama.
* * *
Hacía las siete de la mañana Don José ya se había levantado definitivamente, desayunado, limpiado el piso del baño, víctima de su puntería en declive, y se disponía a baldear la vereda, que si no lo hacía él ¿quién lo iba a hacer? Su mujer, Doña Rosa, con quien había compartido un mismo título y cincuenta y tres aniversarios de matrimonio rutinario y feliz, había muerto mientras dormía la siesta, la primera tarde de primavera del año anterior. Por otro lado, su jubilación de empleado bancario no le alcanzaba para contratar a una empleada que limpie por el, y si sí le alcanzaba, se negaba a pagarle a alguien por hacer algo que bien podía hacer el mismo. Su hija, que ya mencionamos más atrás, iba a visitarlo un fin de semana sí y otro no, ya que vivía en una ciudad vecina, con su propia familia, compuesta por un marido abogado, que a Don José nunca le termino de caer bien, un nene de dieciséis años que solo le decía abuelo cuando le quería pedir algo, una nena de catorce que era el capricho encarnado, y un retoño tardío de un año y 8 meses que apenas balbuceaba, y que a diferencia de sus padres y sus hermanos, todos morochos, era colorado como él. Cuando era sincero consigo mismo reconocía que Luís, así se llamaba el pichón, era el único que de verdad le caía bien.
La cosa es que al final del día – o al medio, o al principio, como en este caso – Don José era un pobre y viudo jubilado que vivía solo en una casa demasiado grande para él y que, planeada para ser el hogar de una familia, ahora se había transformado en el último punto de resistencia de un hombre contra la vejez y el olvido.
Primera parte de lo que supone ser un cuento largo. No se como lo ire a terminar, con el tiempo que pasó desde que lo empecé a escribir también pasaron mis ideas.
H:M