viernes

UN HOMBRE SOLO II





Me he vuelto un perfecto paranoico y tango nada menos que a Dios como imaginario perseguidor. Quizás resulte sorprendente ver a un agnóstico como yo creyendo semejante cosa, pero si se lo mira bien es absolutamente razonable que me haya inventado el más grande de los enemigos: A la hora de compadecerme y sentirme acorralado no soporto las medias tintas.
Puesto que los avances positivos parecen imposibles, me inclino, entonces, por los negativos. “¡Todo mal!”, me digo a cada rato ante las situaciones más absurdas, y me lo creo de corazón. Asumo que el dedo divino se me metió en el culo y que no piensa salirse nunca. Disfruto perversamente de lo que antes me enloquecía de angustia. “¡Más, quiero más!”, le grito a Dios con el puño cerrado cuando me traen el café frío.
Estoy lleno de odio y eso me produce un oscuro placer: el de alimentar mi rencor hasta volverme más poderoso que el mismismo Dios y entonces, ¡Ah, entonces!, el diablo al lado mío va a ser un bebe de pecho…
Es cierto que estoy vencido, pero también es cierto que soy una caldera y no un lameculos.











H:M

sábado

UN HOMBRE SOLO




Una noche la encuentro en una peña de Humanidades y todas las frustraciones me vuelven al cuerpo hasta matarme. Me bajo tres litros de cerveza viéndola moverse de un lado a otro, sin reconocerme. En cierto momento estoy tentado a sacarla a bailar, pero me encuentro demasiado viejo para seguir engañándome en estas cosas. Simplemente me emborracho y la dejo atrás, sepultándola como si fuera la felicidad misma. Rezo para hacerme de piedra, hasta que por fin paso del otro lado de las emociones y me olvido de lo que es sentir algo por una mujer. “Después de todo”, me digo mientras me arrastro solitario hasta mi departamento, “también se puede vivir sin ser feliz”.








H:M




Foto de Esteban Montes

viernes

UN HOMBRE DESESPERADO







Solo, en el asiento trasero de un Renault doce, medio recostado para que las sombras y el ángulo lo escondieran, el gordo sudaba ríos. En su mano derecha apretaba un revolver negro y pesado, que temblaba incontrolablemente y parecía a punto de reventar. Cada pocos segundos asomaba un par de centímetros su cabeza por la ventanilla, forzando a sus ojitos de chancho a que penetren en la oscuridad del estacionamiento. A tan solo diez metros de él, el auto de su mujer se sacudía levemente. Viendo esto, el gordo se desesperaba y enseguida se volvía a esconder, ahogaba una puteada y le sacudía un par de culatazos al apoya cabezas del asiento del acompañante. Ya llevaban diez minutos de lo mismo. Hace diez minutos que alguien forcejeaba en el auto que él le había comprado a su mujer. Y él se quería matar, o simplemente quería matar, a secas. Aún no se decidía.
De repente, un gemido cortó el silencio del garaje y se extinguió lentamente. Al gordo los ojitos se le abrieron como dos monedas. Su piel naturalmente rojiza se puso blanca y dejo caer la mandíbula. Ya no temblaba, ya no sudaba.
Se bajo del auto. Los primeros dos metros parecía un zombi, la mirada perdida, pálido y destartalado, inclinado hacía la derecha, como doblado por el peso del revolver. Durante los siguientes cinco pareció inflarse: levantó los hombros, tomó aire, frunció el ceño. Los últimos pasos los hizo como una bestia, resoplando, el brazo recto, su cañón apuntando a la ventanilla donde una maraña de pelo se hacía notar pese al polarizado.
Dos golpecitos en el vidrio. Adentro, todo movimiento ceso de inmediato.
El gordo se voló la cabeza ahí parado. Se desplomo al lado de la puerta que se abría para dejar salir a Mónica, su mujer, que llevaba 10 minutos forcejeando con un par de botas altas carísimas, de taco aguja, que le estaban haciendo mierda los pies desde la mañana.





H:M

jueves

UN HOMBRE VIEJO





Don José se levantó a mear a las tres de la madrugada. En el apuro se dejo los lentes en la mesita de luz, y si llego al baño con una pantufla puesta fue porque a último momento se acordó de que el piso a estas horas esta helado. La otra pantufla, cabe aclarar, salio despedida con el envión de la urgencia y acabo escondida debajo del sillón, medio tapada por una camisa usada. Ya aliviado, se acomodó los calzones y mentalmente le hizo un corte de manga a los pañales para adultos que su hija le había comprado después de su último accidente nocturno, y que nunca, nunca iba a usar, aunque se despierte mojado todos los santos días. Trató de mirarse en el espejo, comprobar si estaba tan viejo como lo hacían sentir, pero sin los anteojos lo único que veía del otro lado era un manchon amarillento que fruncía lo que tendrían que ser sus ojos, en una expresión que Don José creyó que era de asco. Puteando se fue de vuelta a la cama.
* * *
Hacía las siete de la mañana Don José ya se había levantado definitivamente, desayunado, limpiado el piso del baño, víctima de su puntería en declive, y se disponía a baldear la vereda, que si no lo hacía él ¿quién lo iba a hacer? Su mujer, Doña Rosa, con quien había compartido un mismo título y cincuenta y tres aniversarios de matrimonio rutinario y feliz, había muerto mientras dormía la siesta, la primera tarde de primavera del año anterior. Por otro lado, su jubilación de empleado bancario no le alcanzaba para contratar a una empleada que limpie por el, y si sí le alcanzaba, se negaba a pagarle a alguien por hacer algo que bien podía hacer el mismo. Su hija, que ya mencionamos más atrás, iba a visitarlo un fin de semana sí y otro no, ya que vivía en una ciudad vecina, con su propia familia, compuesta por un marido abogado, que a Don José nunca le termino de caer bien, un nene de dieciséis años que solo le decía abuelo cuando le quería pedir algo, una nena de catorce que era el capricho encarnado, y un retoño tardío de un año y 8 meses que apenas balbuceaba, y que a diferencia de sus padres y sus hermanos, todos morochos, era colorado como él. Cuando era sincero consigo mismo reconocía que Luís, así se llamaba el pichón, era el único que de verdad le caía bien.
La cosa es que al final del día – o al medio, o al principio, como en este caso – Don José era un pobre y viudo jubilado que vivía solo en una casa demasiado grande para él y que, planeada para ser el hogar de una familia, ahora se había transformado en el último punto de resistencia de un hombre contra la vejez y el olvido.





Primera parte de lo que supone ser un cuento largo. No se como lo ire a terminar, con el tiempo que pasó desde que lo empecé a escribir también pasaron mis ideas.



H:M

miércoles

UN HOMBRE DEFORME





Conozco a una chica simpática, linda e inteligente, que me atrae desde el primer momento. A pesar de que sé como van a terminar las cosas, la persigo con mi ánimo exaltado a todas partes, hasta que viene puntualmente lo que ya me imaginaba: un gesto ambiguo, sospechoso, que yo siempre interpreto como de fastidio y vuelvo a la cucha con la cola entre las patas. Eternamente es lo mismo, solo basta que me guste de verdad una mujer para que inmediatamente pase a ser caratulada como “amor imposible”. Y no es que yo pretenda chicas excepcionales, la “elegida” puede ser los ojos de los demás un perfecto simio – tanto física como intelectualmente – que igual la voy a considerar un ser inalcanzable. Tampoco esto es la “idealización romántica del poeta”, puesto que yo no me quedo extasiado mirando a ese “objeto amado”, sino que me dispongo a correr detrás de el para alcanzarlo; pero es inútil, siempre me veo en inferioridad de condiciones para conquistarla.
Hoy mismo siento que estoy condenado a perderme de algo muy grande, sólo por mi culpa; creo, además, que esta culpa es irreversible. Por eso, cuando ahora miro a esta chica, me digo que no tiene sentido volver a pegarme a ella, que ya hizo su gesto de fastidio y que es tiempo de ponerme a un lado y olvidarla. No puedo evitar sentirme inferior frente a sus ojos. Obviamente soy incapaz de conquistar a alguien que considero muy por encima mío (¡como tomar la iniciativa!); esa es mi culpa y no hay remedio, mi suerte ya está escrita. Pero, en realidad, en estas cuestiones nunca se esta tan muerto como para no intentar una vez más. “¡La última!”, se grita uno dentro suyo, con el corazón saltándole por todo el pecho, arrastrando la absurda y firme esperanza de un condenado frente al pelotón de fusilamiento, quien todavía sueña con que los rifles no tengan balas. Con esta misma sensación, arremeto contra ella para hablarle de nuevo y, aunque observo su cara de hastío, aun me agarro de extravagantes hipótesis como si fueran sólidas columnas, llamándome a la calma cuando presiento que estoy a punto de hundirme, porque en el fondo es inútil engañarme. No obstante, sé que tengo que intentarlo: la quiero y está ahí, ¡qué otra cosa puedo hacer? Para no desesperarme, me imagino lo que sería pasar una vida juntos, tratando cada día de sentirnos más atraídos que hastiados, entonces –multiplicando los incómodos silencios que ahora nos separan-, me digo que en definitiva no pierdo nada si al final me resulta imposible seducirla. Pero basta que me sonría para mandar al diablo semejante consuelo de cobarde; las emociones me dominan y no logro controlarme: hago el tonto a pesar de que mi ego se enfurezca. Así y todo me inmovilizo a la hora de los hechos; cuando estoy frente a ella sólo transpiro y me embarullo o, en el mejor de los casos, me pongo a hacer payasadas. Así son las cosas: únicamente puedo mostrarme como una persona viril y sugestiva ya cuando la mujer que esta delante mío me resulta indiferente. Esta parece ser la ironía con la que se enfrentan los eunucos mentales: obtienen siempre lo que ya no desean, porque en el momento en que quieren algo de verdad nunca tienen el coraje de tomarlo; “eso” es muy importante para ellos y les horroriza la idea del fracaso, de esta forma dejan pasar todo lo que realmente sienten que vale la pena, y lo “insignificante” les viene por añadidura… Yo, como en esto me conozco, me propongo irme mañana mismo a otra ciudad, lejos de ella.








H:M