jueves

EL CUBO





Dia 1: El cubo del 14 C

El lugar no esta mal. Es muy chico, eso si, pero es...acogedor, digamos. No, mentira, es una madriguera. Pero una madriguera barata. mientras buscaba donde quedarme vi pensiones estudiantiles infestadas de cucarachas que costaban más al més que este... este...coso, con expensas, servicios y todo incluido.
El lugar es un cubo perfecto de unos cuatro metros y medio de lado, que hace a la vez de living comedor, sala de estar, estudio y dormitorio, todo junto, desordenado y sin separaciones. Debajo de la incipiente capa de pintura blanca de las paredes se dejan ver muchas capas anterioreres, una roja, una azul y otra marron, que ni se molestaron en raspar antes de tapar. El techo esta igual, pero ademas se cae a pedasos por la humedad. El piso esta alfombrado. Mal alfombrado: hay partes despegadas y pequeños bultos extraños por todas partes. Además esta rota, deshilachada y llenas de manchas en distintos tonos oscuros. Incluso hay una, practicamente en el centro de geometrico de la habitación, que parece ser sangra seca. Finalmente, contra uno de los lados del departamento descansa un enorme ropero de tres cuerpos que va desde al piso al techo, y linda, por un lado, con la puerta de entrada, y, por el otro, con la de la cocina.
La cocina es un cuartito aparte, de un metro y medio de ancho por dos de largo. Ahi adentro se amontonan un calentador de agua de antes de la segunda guerra, un horno que tiene la parrilla inferior atornillada, una pileta oxidada con el bajo mesada mitad podrido y mitad quemado, y una monstruosa heladera General Electric, blanca e increiblemente incomoda, que espera inmutable la oprtunidad de electrocutarme.
Pese a lo que cabía esperar, el baño es otra cosa: amplio, y, en relación con el resto del departamento, muy iluminado y limpio. Incluso tiene una bañadera en la que entro, lo cual ya es decir mucho. También tiene, inexplicablemente ubicada a un lado de la bañera, una ventana grande, de un metro ochenta de alto por uno de ancho, que se abre hacia el pulmon entre el tercer y cuarto cuerpo del edificio. Me tengo que acordar de taparla con algo antes de bañarme, no quiero dar shows gratuitos a ningun curioso. No por el momento al menos.
En realidad, me parece que ni siquiera tengo vecinos. En el segundo cuerpo hay un departamento grande, calculo que debe ocupar todo el piso, y a pesar de que tiene un aparato de aire acondicionado en cada una de sus cuatro grandes ventanas, las persianas de estas permanecen bajas durante todo el dia. El cuarto cuerpo, al que me exhibo desde el baño, no parece más habitado que el segundo, pero en realidad no estoy seguro. En cambio, mi departamento vecino si que esta vacío, y completamente cerrado con varias cerraduras e incluso rejas, tanto en la puerta como en las ventanas que dan al pulmon. El hombre de la inmoviliaria, un viejo escurridizo de manos pegajosas y frías, y ojos y cara de raton, me dijo que la única persona en los alrededores es una viejita, una viuda, que vive en el 13 C, justo abajo, pero hasta ahora no supe nada de ella. Aparentemente, esta enferma, "aprendiendo a tocar el arpa", según el hombre rata de la inmoviliaria, y nunca sale del departamento. "Además, esta sorda", me dice, "aca podrías gritar como un poseso toda la noche y nadie te escucharía". Macanudo, el laucha.
El roedor no me saco la vista de encima un segundo mientras recorria el cubo de punta a punta, pero cuando me daba vuelta para enfrentarlo, sus pequeños ojos huían nerviosos hacia sus manos humedas que no dejaban de retorcerse sobre su panza. Me tiraba datos ridículos, anecdotas más pateticas que graciosas y comentarios innecesarios, uno atras del otro, esperando alguna reacción de mi parte. "Los anteriores inquilinos eran una pareja joven que se fue de repente. Un par de sinverguenzas, si me permitís que te lo diga. No serían mucho mayores que vos, tendrían treinta y pocos", dijo el tipo. "Tengo 18" dije yo. "Las cerraduras son nuevas", dijo el muy desgraciado. Después de eso no se calmo hasta que le confirme que tomaba el departamento, que me iba a mudar, y ahi mismo, apresurado, saco el contrato, que tenía todo doblado metido en el bolsillo interior del saco, y me estiro una birome a medio comer. Casi se ahoga tres veces mientras se esforzaba por explicarme las distintas cláusulas, apresurado por llegar al definitivo "firme aqui". Tres paginas y varios jadeos adelante, el hombre rata sonreía satisfecho mientras yo cerraba la puerta, dejandolo a el afuera, y a mi mismo adentro, pisando bultos extraños en la alfombra, suspirando un leve " y bueno, esta es mi casa ahora..."



H:M

Cuento viejo y bastante mediocre que ni siquiera se gano el derecho a tener un final. Sentenciado a ser solo una parte subida al blog. Y nada mas.

PARA UN CULO


Para un Culo

Hoy a la tarde mientras volvía a casa me tope con un culo que iba en mi misma dirección, solo unos metros mas adelante. Digo culo sabiendo lo increíblemente machista que suena esta palabra cuando se utiliza así. Entiendo que objetiviza a la mujer, que la reduce a un mero músculo, a una función estética. Se que es sexista. Entiendo todo eso. Sin embargo, hoy escribo esto desde mi posición como joven varón heterosexual, no como ser humano. Hoy no escribo con el cerebro.


Yo no soy una persona muy atenta. La gran mayoría de la vida pasa bajo mi radar y sigue su camino hacia observadores más esmerados. Solo de vez en cuando alcanzo a atrapar un vistazo de la realidad con el rabillo del ojo, pero casi siempre es demasiado tarde. Las sutilezas no funcionan conmigo. Será por eso que hoy mientras volvía a mi casa de la facultad, casi como si me conociera, un culo se cruzó en mi camino, posicionándose directamente frente a mí, a solo unos metros de distancia. Dada la fuerza de su primera impresión, no pude menos que, justamente, impresionarme. Un culo preciosamente contenido en unas calzas negras brillantes, caminando acompasadamente, arrastrando ojos, arrancando miradas, volteando pescuezos. Hipnotizaba a su paso a cada ejemplar del genero masculino con el que se cruzaba, sabiéndose deseado e inalcanzable. Como dibujante aficionado tuve que admirar su simetría y proporciones. Como intento de escritor tuve que alabar su magnetismo. Eso sí: como hombre tuve que contenerme. Hay una ley invencible que dice que en cuanto una mujer agarra a un hombre mirándole furtivamente los pechos o la cola, este pierde inmediatamente cualquier poder que pudiera tener sobre ella. Queda irremediablemente disminuido, y va a ceder ante cualquier presión. Una conversación en este estado más que ridícula puede llegar a ser fatal.


Conociendo y temiendo esto racione mis miradas, y al hacerlo descubrí algo increíble: el radio de acción de un culo. A mi alrededor había comenzado a juntarse un pequeño grupo de hombres que, con la mirada fija, caminaban torpemente. Algunos incluso se cruzaban de la vereda de enfrente. No era una caterva compacta, pero tampoco hubiera pasado desapercibida a una mirada atenta. Los que por alguna razón no podían sumarse a ella quedaban como embobados, y seguían al culo con la mirada hasta el limite de la desnucación. Un par de obreros rompieron el estereotipo al quedarse sin palabras, y un pibe que caminaba de la mano con su novia se gano una cachetada feroz y una monserga a los gritos en medio de la calle, que así y todo no logró borrarle la sonrisa embobada de la boca. Súbitamente me di cuenta de la conexión que compartíamos, cuando un flaco que venía en dirección contraria volteo para ver que era tan interesante, y al proseguir su camino me guiño un ojo e hizo un ademán con la cabeza, señalándolo. Simplemente increíble.


Rodeado de tanta inercia tuve que esforzarme para convencerme de ser distinto. Yo no estaba siguiendo un culo: yo estaba yendo a casa. Que se hubiera dado la coincidencia de que éste, por el momento, fuera en mi misma dirección era solo un feliz resultado del azar. Nada más que eso. Por que yo soy un hombre, si, joven varón heterosexual, pero también tengo cerebro. Y conciencia. Yo digo culo sabiendo lo increíblemente machista que suena esta palabra cuando se utiliza así. Entiendo que objetiviza a la mujer, que la reduce a un mero músculo, a una función estética. Se que es sexista. Y como entiendo todo esto me detengo, doy media vuelta, y retrocedo hasta mi casa, que sin darme cuenta había pasado varias cuadras atrás.



H:M

martes

EL PEDO



El Pedo

Una vez, bien entrada una burda media tarde,
mientras sucio y aburrido, en triviales reflexiones embebido,
recostado sobre un viejo y enmohecido colchón,
cabeceando, casi dormido,
oí de súbito un leve ruido,
como si suavemente suspirara,
alguien suspirara en mi habitación.
“Es —dije bostezando— un almohadón
suspirando bajo el peso de mi cuerpo.
Eso es todo, y nada más.”


¡Ah! aquel lúcido recuerdo
de un húmedo diciembre;
rayos de sol moribundos,
sombras en el suelo;
angustia del deseo de comida;
en vano queriendo que la tele
diera tregua a mi sopor.
Sopor ante el paso de otro día, rústico,
día insoportable, Domingo por el diablo bautizado.
Me deja sin ánimos, como siempre.


Y el crujir triste, vago, insipiente
de los huesos de mi cuerpo flojo
llenábame de fantásticos calambres
jamás antes sentidos. Y ahora aquí, tirado,
acallando el rumor de mi cerebro,
vuelvo a repetir:
“Es el aire de una almohada
queriendo salir. Algún almohadón
que por fin ha decidido ceder.
Eso es todo, y nada más.”


Ahora, mi ánimo cobraba bríos,
y ya sin titubeos:
“La puta —dije— me cago, en verdad en este almohadón
del orto,
mas el caso es que he engordado
y cuando vine a tirarme brutamente,
tan brutamente vine a tirarme,
a volcarme en este almohadón,
que apenas pude creer que no reventara.”
Y entonces me pare de golpe:
estaba aplastado, pero nada más.


Mirando desde arriba su flacura
permanecí largo rato, colgado, boludeando,
dudando, pensando cosas que ningún mortal
sobrio se halla atrevido a pensar.
Mas en el silencio insondable arrancó la heladera,
y la única palabra por mi proferida
fue un balbuceo innoble: “¿tengo cerveza?”
Lo pronuncié en un susurro, y el eco
lo devolvió en un murmullo: “¡cerveza!”
Apenas esto fue, y nada más.


De vuelta tirado, con mi cuerpo todo,
todo mi cuerpo revolcándose por ahí,
no tardé en oír de nuevo escapar el aire con más fuerza.
“Ciertamente —me dije—, ciertamente
algo sucede en el interior de mi panza.
Veamos, pues, que es lo que sucede allí,
para así poder revelar el misterio.
Deja que me acomode un momento en mi asiento,
para así facilitar el movimiento.”
¡Es un pedo, y nada más!


De un golpe abrí la puerta,
y con suave batir de alas, salió
un majestuoso pedo
de los santos días idos.
Sin asomos de reverencia,
ni un instante quedo;
y con aires de gran señor o de gran dama
fue a extenderse por mi habitación,
holgado, libre.
Pesado, denso, y nada más.


Entonces, este gas de más
cambió mis pobres fantasías en una sonrisa
con el más que nulo decoro
del olor de que se revestía.
“Aun con tu salida estridente y súbita —le dije—,
no serás permanente,
hórrido pedo añejo y amenazador.
Evadido de la digestión nocturna.
¡Dime que carajo habré comido en la víspera de esta tarde abúlica!”
Y el pedo dijo: “Nunca más.”


Cuánto me asombró que aire tan desagradable
pudiera hablar tan claramente;
aunque poco significaba su respuesta.
Poco pertinente era. Pues no podemos
sino concordar en que ningún ser humano
ha sido antes maldecido con la esencia de un pedo
tan invasivo y penetrante.
Pedo o bestia, expandiéndose rápidamente,

Invasivo y penetrante,

con semejante nombre: “Nunca más.”


Mas el pedo, viciando serenamente el aire.
las palabras pronunció, como vertiendo
su alma sólo en esas palabras.
Nada más hizo entonces;
no se disipó ni un ápice.
Y entonces yo me dije, apenas murmurando:
“Otros amigos se han ido antes;
eventualmente él también me dejará,
como me abandonaron mis vergüenzas.”
Y entonces dijo el pedo: “Nunca más.”


Sobrecogido al romper el silencio
con tan idóneas palabras,
“sin duda —pensé—, sin duda lo que dice
es todo lo que puede, su solo repertorio, aprendido
sobre la marcha al salir de un amo infortunado
para perseguirlo, acosarlo sin dar tregua
hasta que su cantinela se grabe en sus sentidos,
hasta que comprenda que hay ciertas cosas
que no debe comerlas
‘Nunca, nunca más’.”


Mas el pedo arrancó todavía
de mi cara fruncida una sonrisa;
me enderecé en mi mullido asiento
en medio de la habitación, el pedo y la cama;
y entonces, hundiéndome entre las sabanas,
empecé a enlazar una fantasía con otra,
pensando en lo que este ominoso pedo de antaño,
lo que este torvo, desgarbado, hórrido,
pesado y ominoso pedo de antaño
quería decir silbando: “Nunca más.”


“¡Mofeta!” —exclamé—, ¡cosa diabolica!
¡Mofeta, sí, seas gas o demonio
enviado por el Tentador, o arrojado
por la tempestad a este refugio desolado e impávido,
a esta desértica habitación apocada,
a este hogar hechizado por el olor!
Mofeta, dime, en verdad te lo imploro,
¿hay, dime, hay explicación para este olor?
¡Dime, dime, te imploro!”
Y el pedo dijo: “Nunca más.”

“¡Sea esa palabra nuestra señal de partida
pedo o espíritu maligno! —le grité presuntuoso.
¡Sal a la tempestad, a la ribera de la noche porteña.
¡No dejes rastro alguno, ni aroma

que perturbe mi espíritu!

Deja mi nariz intacta.
Abandona el aire mi habitación.
Aparta tu olor de mi olfato
y tu esencia del aire de mi habitación.

El Pedo dijo: “Nunca más.”

Y el pedo nunca emprendió el vuelo.
Aún sigue posado, aún sigue pesando
en el ambiente viciado.
En el aire de mi habitación.
Y su olor tienen la potencia
de los de un gordo que se esta pudiendo .
Y encerrado en mi habitación él se derrama
en el suelo como una sombra. Y mi alma,
del fondo de esa sombra que flota sobre el suelo,
no podrá liberarse. ¡Nunca más!

H:M




Querido Poe:

Perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon, perdon



miércoles

LA BESTIA





No soy yo mismo cuando me enojo. Pierdo la compostura y el autocontrol, y sin darme cuenta me vuelvo un animal salvaje. A veces, en los peores casos, la mente se me pone en blanco y minutos u horas después, cuando todo ya ha acabado, vuelvo en mi, aún acalorado y sin tener ningún tipo de recolección de lo sucedido. Esas situaciones son especialmente frustrantes, ya que sin saber porqué me encuentro obligado a tomar responsabilidad por mis desmanes, lo cual suele acarrearme consecuencias funestas. En cierta ocasión, cuando recobré la conciencia y el control sobre mi mismo estaba encerrado en una de las jaulas de la comisaría, esperando a ser juzgado por agresión y arsonismo, cargos sobre los que no recordaba absolutamente nada. Los oficiales de la seccional me llamaron monstruo y bestia. Incluso una mujer policía me acusó de haberla mordido.

Esa vez la saqué barata, ya que todavía era menor de edad, pero el moco lo pagaron mis viejos. Desafortunadamente, de lo que hice hoy no me salva nadie, ya que ninguno de mis arranques previos, por brutales que hayan sido, se acercan siquiera a la escena que tengo enfrente en este momento. Tal vez, en el mejor de los casos, me declaren inimputable por loco y termine mis días en alguna habitación acolchada de un sanatorio mental.

Volví en mi hace no más de quince minutos y en mitad de un grito. Un grito mío, casi un rugido. Estaba arrodillado en el piso de mi cocina. Una vena me latía violentamente en la sien y sentía la cara caliente, pero a la vez húmeda, como si me la acabara de lavar. Me llevé las manos al rostro, pero me detuve al instante, horrorizado: como si llevara un guante carmesí, mi mano izquierda estaba completamente cubierta de sangre, espesa y brillante, que subía por mi antebrazo, casi hasta llegar al codo. Mi mano derecha, en cambio, estaba lívida por la tensión con la que aferraba un palo de escoba roto, partido por la mitad, cuyo vértice parecía la punta de una estaca. Una mezcla de miedo y adrenalina me hacía temblar frenéticamente. Me incorporé como pude, apoyándome en la mesada y manchando todo lo que tocaba. “Dejando huellas”, recuerdo haber pensado, lucidamente criminal en medio del caos que me rodeaba. Por alguna razón el microondas estaba prendido. Mareado, me recosté contra la pared y traté de respirar hondo. Tenía que tratar reconstruir todo lo sucedido hasta el rugido que me despertó.


Distintas imágenes venían a mí, pero no tenían el menor sentido. En una rápida y violenta sucesión pude recordar un timbre y aullidos, tanto humanos como animales, manos que trataban de pararme y caras que pasaban frente a mí, pero demasiado rápido para identificarlas. Los movimientos eran acelerados hasta un punto imposible, y extrañamente había música de fondo. Sandro, creo. Lo último que llegué a ver fue la biblioteca que esta en mi estudio, pero un dolor insoportable se apoderó de mi cabeza, golpeándome como un rayo, y me vinieron ganas de vomitar. Arrastrándome contra la pared me encamine al estudio pero a poco de salir de la cocina me resbalé y termine en el piso de vuelta, en medio de un inmenso charco de sangre donde se cruzaban dos rastros de huellas: uno era de pisadas, e iba por donde yo había venido. El otro se asemejaba al camino de baba que deja tras de si un gusarapo, y se perdía por el pasillo que lleva a la entrada. Hacia mi despacho había un pequeño camino de gotas de sangre, insignificante en comparación con lo que acababa de ver. Era como esos juegos que vienen en lo diarios o las revistas para chicos: une los puntos y descubre la imagen completa. Por la puerta del estudio aún se veían los últimos rayos del sol de la tarde, pero una vez adentro lo que encontré era más oscuro que la noche cerrada, y aún más escalofriante. Tirado boca arriba yacía Manuel, la nueva pareja de mi ex novia. Tenía la cabeza destrozada a golpes y en el pecho un profundo agujero, más o menos del ancho de un puño, desde donde se asomaban las puntas de sus costillas rotas. Casi irreconocible, hundido en su sangre a pocos centímetros del cuerpo estaba el primer inventario de poemas de Mario Benedetti. Laura y yo lo compramos hace bastante tiempo, y el mismo Mario nos lo había firmado durante una visita a la feria del libro. Ahora tenía toda la pinta de haber sido el causante de las heridas que le abrieron la cabeza de Manuel, y no se como fui capaz de hacerlo, pero solo podía suponer que mi brazo izquierdo bañado en sangre era el culpable de su pecho perforado. Súbitamente los recuerdos comenzaron a volver.


Un timbre me había despertado de la siesta de la tarde. Cuando fui a abrir me encontré a Manuel parado del otro lado de la puerta, con su boina torcida, sus lentes sin marco y esa expresión sobradora que yo odiaba desde el primer momento en que lo vI, aquella vez en el boliche, poco después de haber cortado, cuando ella me dijo “Juan, este es mi nuevo novio” y le dio un beso. Ahora Manuel estaba enfrente mío, y me exigía no se que cosa. No lo había escuchado, estaba demasiado ocupado odiándolo, así que fingiendo un problema en el oído le pedí que repitiera. “Vengo a buscar las cosas”, me dijo y entro sin pedir permiso, casi ni me dio tiempo a apartarme. Claro, las cosas. Laura me había dicho que iba a venir, que lo mandaba a el porque ella tenía que trabajar o no se que excusa me metió. La verdad es que no se animaba a venir. Desde que cortamos que me tiene miedo, no se porque. Como si estuviera en su casa Manuel encaró para la habitación, supongo que pensando que las cosas de ella seguirían ahí, como las había dejado. Lo pare al vuelo y le dije que ya tenía todo separado en el estudio y entramos juntos. Sabía que había dejado los bártulos de esa turra en una caja y la había tirado por ahí, pero como no estaba a la vista tuve que ponerme a buscarla. Cuando finalmente la encontré y me di vuelta para dársela agarré al invasor revolviendo mi biblioteca, el único amor que me quedaba. “¿Qué mierda pensas que estas haciendo?” le dije y tiré la caja al piso. “Nada, viejo” me contestó sobresaltado “solamente estaba mirando”. En la mano derecha, que rápidamente había tratado de esconder tras la espalda, sostenía mi Inventario Uno. Me estaba empezando a enojar y le grité “Entonces, ¿Qué carajo tenés en la mano, me queres decir?” Sorprendido en el acto no le quedo otra más que confesar: “Mira, viejo (viejo, que palabra odiosa, ¿Cómo se atrevía este tipo a decirme viejo a mi?), Laura me pidió que le lleve este libro. Me dijo que le importa mucho y no lo quería perder. Como pensó que no se lo ibas a dar me dijo que lo saque cuando estuvieras distraído”. A medida que decía esto fue estirando tímidamente el libro hacia mí, ofreciéndome de vuelta lo que me había querido robar. Yo sentía la cara ardiendo de cólera, y debe haber sido en ese momento cuando perdí el control. Arranque el tomo de sus manos y, puteándolo de arriba abajo primero y directamente aullando como una bestia después, comencé a golpearlo salvajemente en la cabeza con él. No paré cuando cayó al piso, y tampoco cuando ya no podía gritar. No pare hasta que, de alguna forma, literalmente le arranque el corazón con las manos.

Ahora podía recordarlo todo, pero el conocimiento de mis actos, lejos de liberarme me condenaba. Había cruzado la última frontera que dividía la civilización de lo inhumano, lo brutalmente primal. Ya no había vuelta atrás. No para mí. Durante un par de segundos me quedé mirando al muerto de mi habitación y, mientras estaba ahí, apoyado en el marco de la puerta me di cuenta de que ya no temblaba, ya no estaba mareado. El haber reconocido a mi otra parte me había dejado extrañamente sereno. Hasta podía respirar normalmente, y es más, por la nariz, que usualmente tengo tapada por la sinusitis. Divertido, me distraje inhalando y exhalando por ella, como redescubriéndola, y recién en ese momento me di cuenta que la música que había creído oír en mi cabeza al despertarme estaba sonando en realidad. Era Sandro, sin lugar a dudas, y se sentía peculiarmente fuerte. Me reconforté al darme cuenta de que al menos no estaba tan loco como para imaginar música. Pero así y todo, ¡que música de mierda! Venía de la casa de la vieja de al lado, que siempre escucha al finado a todo lo que da, y encima la canta llorando desde que su ídolo paso a mejor vida. No me molestaría tanto si las paredes no fueran tan finas. Entonces me golpeó: las paredes finas, el camino de sangre que se perdía por el pasillo. Algo más había pasado acá. Me devolvía hasta el charco de sangre en el que me había caído, y que ahora era un desparramo de huellas y patinadas en todas direcciones. Tratando de no hacer ruido seguí el rastro de la babosa sanguinolenta por el pasillo, y casi llegando a la puerta de entrada la vi. La vieja, mi vecina, estaba tirada en el piso, como una ballena encallada en la costa. Jadeaba pesadamente y me parecía que estaba llorando. Su brazo regordete se estiraba tratando de alcanzar el picaporte, pero sus dedos ensangrentados y chiquitos resbalaban en él sin poder accionarlo. Su figura obesa estaba coronada por la otra mitad de mi escoba, la que tiene el cepillo, que sobresalía ensartada en su espalda como un arpón. Ante esta imagen pensé que yo había triunfado donde Ahab pereció, y no pude evitar que se me escapara una risita. La vieja debió escucharme, porque enseguida comenzó a sollozar más fuerte. Esta vez los recuerdos volvieron fluidamente, casi sin que los llamara.

Poco después de haber terminado con Manuel, y mientras admiraba mi obra alguien nuevamente llamó a mi puerta. Fueron varios golpes fuertes y desconsiderados seguidos de un par de timbrazos largos. Todavía en transe fui hacía la entrada recitando “Es un visitante a la puerta de mi cuarto queriendo entrar. Algún visitante que a deshora a mi cuarto quiere entrar. Solo eso, y nada más”. Abrí la puerta y frente a mi estaba la vieja, con los ojos aún rojos por su llanto ridículo y su perrito enano correteándole alrededor. Comenzó una perorata acerca de que era imposible vivir así, con un vecino que en plena tarde se pone a gritar como un condenado y golpear cosas. Sin decirle nada la hice pasar, y cerré la puerta tras ella. Es probable que en ese momento la pobre mujer notara mi apariencia y mi sonrisa extrañas, porque mientras retrocedía un paso lentamente, adentrándose aún más en mi casa, me pregunto con otro tono “¿Estas bien, nene?¿Te cortaste?¿Qué es tanta sangre?” Riendo sin darle importancia comenté algo acerca de una cucaracha gigante que estaba durmiendo en mi cama y que tuve que matar. Increíblemente esto pareció asustar más a la anciana que mi figura ensangrentada y retorcida. Le dije que valla a verla si quería, con confianza, que todavía estaba ahí, y en el momento que me dio la espalda me deslice dentro de la cocina, agarre la escoba que estaba contra la heladera y la partí con la rodilla. El crujido asustó a la vieja, que pegó un gritito agudo y, seguramente pensando que mi Gregor Samza seguía vivo volvió corriendo hacia mí. Yo la recibí descargando un violento golpe en su cabeza con el cepillo del escobillón que la tumbó en el acto. El perro comenzó a ladrar histéricamente, y tratando de defender a su ama se colgó de mi pantalón con sus dientes minúsculos. Lo alejé de una patada y golpee nuevamente a la mujer, que intentaba pararse. Caída frente a mí la vieja era un blanco aún más fácil. Hice girar el medio escobillón en mi mano y sin dudar ensarté el extremo punzante en su espalda, asegurándome de penetrar entre las vértebras. La mujer soltó un leve aullido, y su perro volvió a la carga. Esta vez lo agarré del pescuezo en pleno salto y lo llevé a la cocina. Abrí la puerta del microondas y lo metí adentro mientras el bicho trataba de morderme los dedos. Entraba perfectamente, como si lo hubieran pensado de fábrica para cocinar perritos de juguete. Supuse que cuarenta y cinco minutos a potencia máxima serían suficientes y, consciente o no de lo que había hecho esa tarde comencé a reírme a carcajadas, como una hiena.

Parado detrás de la vieja que aún intentaba abrir la puerta recordé esa risa que se había transformado luego en el gritó con el que recobre la conciencia, y que ahora volvía a subirme por la garganta, creciendo centímetro a centímetro hasta explotar en una risotada infernal. En eso estaba cuando escuche la campanilla del microondas y no pude sino reír aún más fuerte, reventando desde adentro, si se quiere, como en un aullido diabólico.


Acá termina mi relato. Estamos nuevamente donde comencé a escribir. Pero no quiero que malinterpreten estas paginas. Y esto es muy importante para mí. Quiero que quede claro que esto no es una confesión: es el paso a paso de mi última crueldad, no para hacerle el trabajo más fácil a la policía, cuyas sirenas ya puedo escuchar a lo lejos, sino para poder entenderla mejor yo, y así ser capaz de mirar de frente a mi otra parte por primera vez sabiendo lo que hice. Por que quiero que sepa que la reconozco y la acepto antes de que tire mi cuerpo maldito por la ventana para, si tengo suerte, caer sobre la primera patrulla que se atreva a detenerse en mi umbral.






H:M

UN HOMBRE ENOJADO (PRIMERA PARTE)






Se abre la puerta del hombre enojado, y lentamente este sale a la luz. Esta desalineado. Su cabeza parece un nido de pájaros y su ropa es una serie de arrugas apiladas. Las ojeras, que de tan oscuras parecen un antifaz, le llegan prácticamente hasta la barba semi mutilada por los intentos de afeitarla de un pulso inexistente. De la oscuridad de apariencia resaltan solo sus ojos, rojos como frutillas por la sangre inyectada. Uno de ellos se retuerce en espasmos incontrolables. El hombre da un paso y cierra su puerta de una patada. Acto seguido sube la escalera hacia el piso siguiente con pasos que hacen eco en todo el edificio. Se para ante la puerta del hombre con resaca y golpea suavemente dos veces con los nudillos. Tras unos segundos de espera golpea una vez mas, esta vez de forma feroz y con su cabeza. Se abre la puerta…




H:M

LA DIVINA COMEDIA




a ver quien se anima a seguirla
un virgilio que es mujer y que baila
dirige la marcha al infierno
pero con ritmo
quien no quisiera alcanzarla
_____

a ver quien se anima a seguirla
trensito de infelices que se alarga
se encaminan al averno
pero contentos
quien no quisiera atraparla
_____

a ver quien se anima a seguirla
mujer que es abismo y que arrastra
espera a sus locos sonriendo
pero que risa
quien no quisiera salvarla
_____

a ver quien se anima a seguirla
es mi condenación y mi karma
si alguien la quiere
me avisa
yo ya ni puedo mirarla






H:M

lunes

ME TIEMBLA UN OJO








Me tiembla un ojo. No solo me late, lo cual no es tan increíble: me tiembla. Por momentos siento como si la pequeña esfera blanquecina tuviera frío, como si tiritara. Es mi ojo izquierdo. El derecho, en cambio, siempre se muestra impasible. Soporta estoico cualquier estimulo al que lo someta, por monstruoso y brutal que sea. Se podría decir que, pese a ser medio miope, es un ojo espartano. Pareciera que los temblores de mi débil ojo izquierdo son estremecimientos de pavor ante la fiereza del derecho. La verdad es que no se llevan bien. Usualmente me veo obligado a cerrar uno en una especie de mueca piratesca solo para que el otro funcione a medias. La consecuencia final de esto es una falta general de profundidad en mis juicios diarios, e incluso diría que también en mi vida. Esta superficialidad, según creo, se evidencia más que notoriamente en este mismo texto que yo estoy escribiendo y ustedes (o usted, si a esta altura ya se quedó solo) leyendo. Alegaran que es fácil encajarle la responsabilidad de mi trivialidad a mi fisiología, y tendrán razón. Así que disculpen las molestias, pero me tiembla un ojo.




H:M

martes

REELKE, O BOLUDEANDO CON POEMAS DE OTRO




tal es la nostalgia
alguien puede decirme

en lo mas cruel de tu invierno
primeras rosas
la vida,
no intentes...
...yo quisiera.
camino enceguecedor
he aqui los jardines
en la llanura

algunas veces
muchachas
en los altos pinos

a veces ella siente
el canto



H:M

Todo este engendro esta armado con los titulos de distintos poemas de Reiner Maria Rilke, un poeta aleman de principios del siglo pasado. Yo lo unico que hice fue seleccionarlos y ponerlos en orden como mejor me pareciera, tratando de que, de alguna forma, tengan sentido. No creo haberlo logrado, así que no lo busquen, pero siempre puedo decir que es un poema abstracto y hacerme el metafisico, que joder...

H:M, de vuelta

viernes

UN HOMBRE SOLO II





Me he vuelto un perfecto paranoico y tango nada menos que a Dios como imaginario perseguidor. Quizás resulte sorprendente ver a un agnóstico como yo creyendo semejante cosa, pero si se lo mira bien es absolutamente razonable que me haya inventado el más grande de los enemigos: A la hora de compadecerme y sentirme acorralado no soporto las medias tintas.
Puesto que los avances positivos parecen imposibles, me inclino, entonces, por los negativos. “¡Todo mal!”, me digo a cada rato ante las situaciones más absurdas, y me lo creo de corazón. Asumo que el dedo divino se me metió en el culo y que no piensa salirse nunca. Disfruto perversamente de lo que antes me enloquecía de angustia. “¡Más, quiero más!”, le grito a Dios con el puño cerrado cuando me traen el café frío.
Estoy lleno de odio y eso me produce un oscuro placer: el de alimentar mi rencor hasta volverme más poderoso que el mismismo Dios y entonces, ¡Ah, entonces!, el diablo al lado mío va a ser un bebe de pecho…
Es cierto que estoy vencido, pero también es cierto que soy una caldera y no un lameculos.











H:M

sábado

UN HOMBRE SOLO




Una noche la encuentro en una peña de Humanidades y todas las frustraciones me vuelven al cuerpo hasta matarme. Me bajo tres litros de cerveza viéndola moverse de un lado a otro, sin reconocerme. En cierto momento estoy tentado a sacarla a bailar, pero me encuentro demasiado viejo para seguir engañándome en estas cosas. Simplemente me emborracho y la dejo atrás, sepultándola como si fuera la felicidad misma. Rezo para hacerme de piedra, hasta que por fin paso del otro lado de las emociones y me olvido de lo que es sentir algo por una mujer. “Después de todo”, me digo mientras me arrastro solitario hasta mi departamento, “también se puede vivir sin ser feliz”.








H:M




Foto de Esteban Montes

viernes

UN HOMBRE DESESPERADO







Solo, en el asiento trasero de un Renault doce, medio recostado para que las sombras y el ángulo lo escondieran, el gordo sudaba ríos. En su mano derecha apretaba un revolver negro y pesado, que temblaba incontrolablemente y parecía a punto de reventar. Cada pocos segundos asomaba un par de centímetros su cabeza por la ventanilla, forzando a sus ojitos de chancho a que penetren en la oscuridad del estacionamiento. A tan solo diez metros de él, el auto de su mujer se sacudía levemente. Viendo esto, el gordo se desesperaba y enseguida se volvía a esconder, ahogaba una puteada y le sacudía un par de culatazos al apoya cabezas del asiento del acompañante. Ya llevaban diez minutos de lo mismo. Hace diez minutos que alguien forcejeaba en el auto que él le había comprado a su mujer. Y él se quería matar, o simplemente quería matar, a secas. Aún no se decidía.
De repente, un gemido cortó el silencio del garaje y se extinguió lentamente. Al gordo los ojitos se le abrieron como dos monedas. Su piel naturalmente rojiza se puso blanca y dejo caer la mandíbula. Ya no temblaba, ya no sudaba.
Se bajo del auto. Los primeros dos metros parecía un zombi, la mirada perdida, pálido y destartalado, inclinado hacía la derecha, como doblado por el peso del revolver. Durante los siguientes cinco pareció inflarse: levantó los hombros, tomó aire, frunció el ceño. Los últimos pasos los hizo como una bestia, resoplando, el brazo recto, su cañón apuntando a la ventanilla donde una maraña de pelo se hacía notar pese al polarizado.
Dos golpecitos en el vidrio. Adentro, todo movimiento ceso de inmediato.
El gordo se voló la cabeza ahí parado. Se desplomo al lado de la puerta que se abría para dejar salir a Mónica, su mujer, que llevaba 10 minutos forcejeando con un par de botas altas carísimas, de taco aguja, que le estaban haciendo mierda los pies desde la mañana.





H:M

jueves

UN HOMBRE VIEJO





Don José se levantó a mear a las tres de la madrugada. En el apuro se dejo los lentes en la mesita de luz, y si llego al baño con una pantufla puesta fue porque a último momento se acordó de que el piso a estas horas esta helado. La otra pantufla, cabe aclarar, salio despedida con el envión de la urgencia y acabo escondida debajo del sillón, medio tapada por una camisa usada. Ya aliviado, se acomodó los calzones y mentalmente le hizo un corte de manga a los pañales para adultos que su hija le había comprado después de su último accidente nocturno, y que nunca, nunca iba a usar, aunque se despierte mojado todos los santos días. Trató de mirarse en el espejo, comprobar si estaba tan viejo como lo hacían sentir, pero sin los anteojos lo único que veía del otro lado era un manchon amarillento que fruncía lo que tendrían que ser sus ojos, en una expresión que Don José creyó que era de asco. Puteando se fue de vuelta a la cama.
* * *
Hacía las siete de la mañana Don José ya se había levantado definitivamente, desayunado, limpiado el piso del baño, víctima de su puntería en declive, y se disponía a baldear la vereda, que si no lo hacía él ¿quién lo iba a hacer? Su mujer, Doña Rosa, con quien había compartido un mismo título y cincuenta y tres aniversarios de matrimonio rutinario y feliz, había muerto mientras dormía la siesta, la primera tarde de primavera del año anterior. Por otro lado, su jubilación de empleado bancario no le alcanzaba para contratar a una empleada que limpie por el, y si sí le alcanzaba, se negaba a pagarle a alguien por hacer algo que bien podía hacer el mismo. Su hija, que ya mencionamos más atrás, iba a visitarlo un fin de semana sí y otro no, ya que vivía en una ciudad vecina, con su propia familia, compuesta por un marido abogado, que a Don José nunca le termino de caer bien, un nene de dieciséis años que solo le decía abuelo cuando le quería pedir algo, una nena de catorce que era el capricho encarnado, y un retoño tardío de un año y 8 meses que apenas balbuceaba, y que a diferencia de sus padres y sus hermanos, todos morochos, era colorado como él. Cuando era sincero consigo mismo reconocía que Luís, así se llamaba el pichón, era el único que de verdad le caía bien.
La cosa es que al final del día – o al medio, o al principio, como en este caso – Don José era un pobre y viudo jubilado que vivía solo en una casa demasiado grande para él y que, planeada para ser el hogar de una familia, ahora se había transformado en el último punto de resistencia de un hombre contra la vejez y el olvido.





Primera parte de lo que supone ser un cuento largo. No se como lo ire a terminar, con el tiempo que pasó desde que lo empecé a escribir también pasaron mis ideas.



H:M

miércoles

UN HOMBRE DEFORME





Conozco a una chica simpática, linda e inteligente, que me atrae desde el primer momento. A pesar de que sé como van a terminar las cosas, la persigo con mi ánimo exaltado a todas partes, hasta que viene puntualmente lo que ya me imaginaba: un gesto ambiguo, sospechoso, que yo siempre interpreto como de fastidio y vuelvo a la cucha con la cola entre las patas. Eternamente es lo mismo, solo basta que me guste de verdad una mujer para que inmediatamente pase a ser caratulada como “amor imposible”. Y no es que yo pretenda chicas excepcionales, la “elegida” puede ser los ojos de los demás un perfecto simio – tanto física como intelectualmente – que igual la voy a considerar un ser inalcanzable. Tampoco esto es la “idealización romántica del poeta”, puesto que yo no me quedo extasiado mirando a ese “objeto amado”, sino que me dispongo a correr detrás de el para alcanzarlo; pero es inútil, siempre me veo en inferioridad de condiciones para conquistarla.
Hoy mismo siento que estoy condenado a perderme de algo muy grande, sólo por mi culpa; creo, además, que esta culpa es irreversible. Por eso, cuando ahora miro a esta chica, me digo que no tiene sentido volver a pegarme a ella, que ya hizo su gesto de fastidio y que es tiempo de ponerme a un lado y olvidarla. No puedo evitar sentirme inferior frente a sus ojos. Obviamente soy incapaz de conquistar a alguien que considero muy por encima mío (¡como tomar la iniciativa!); esa es mi culpa y no hay remedio, mi suerte ya está escrita. Pero, en realidad, en estas cuestiones nunca se esta tan muerto como para no intentar una vez más. “¡La última!”, se grita uno dentro suyo, con el corazón saltándole por todo el pecho, arrastrando la absurda y firme esperanza de un condenado frente al pelotón de fusilamiento, quien todavía sueña con que los rifles no tengan balas. Con esta misma sensación, arremeto contra ella para hablarle de nuevo y, aunque observo su cara de hastío, aun me agarro de extravagantes hipótesis como si fueran sólidas columnas, llamándome a la calma cuando presiento que estoy a punto de hundirme, porque en el fondo es inútil engañarme. No obstante, sé que tengo que intentarlo: la quiero y está ahí, ¡qué otra cosa puedo hacer? Para no desesperarme, me imagino lo que sería pasar una vida juntos, tratando cada día de sentirnos más atraídos que hastiados, entonces –multiplicando los incómodos silencios que ahora nos separan-, me digo que en definitiva no pierdo nada si al final me resulta imposible seducirla. Pero basta que me sonría para mandar al diablo semejante consuelo de cobarde; las emociones me dominan y no logro controlarme: hago el tonto a pesar de que mi ego se enfurezca. Así y todo me inmovilizo a la hora de los hechos; cuando estoy frente a ella sólo transpiro y me embarullo o, en el mejor de los casos, me pongo a hacer payasadas. Así son las cosas: únicamente puedo mostrarme como una persona viril y sugestiva ya cuando la mujer que esta delante mío me resulta indiferente. Esta parece ser la ironía con la que se enfrentan los eunucos mentales: obtienen siempre lo que ya no desean, porque en el momento en que quieren algo de verdad nunca tienen el coraje de tomarlo; “eso” es muy importante para ellos y les horroriza la idea del fracaso, de esta forma dejan pasar todo lo que realmente sienten que vale la pena, y lo “insignificante” les viene por añadidura… Yo, como en esto me conozco, me propongo irme mañana mismo a otra ciudad, lejos de ella.








H:M